domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (39) - ESTHER MEYNEL


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Como nueva prueba de su bondad y de su amor me regaló en aquella época un nuevo cuaderno de música. Estaba también encuadernado en verde, y en la cubierta había caligrafiado él mismo con oro y tinta china, mi nombre y la fecha 1725. Me dijo que lo habíamos de llenar entre los dos; yo copiaría en él las piezas musicales que más me gustasen y él escribiría piezas compuestas exclusivamente para mí. Durante aquel tiempo, gracias a sus enseñanzas bondadosas y pacientes, había yo avanzado bastante en mis conocimientos de pianista y era mucho más hábil que cuando me regaló el primer cuadernito de música. Algunas veces, al final de la jornada, cuando tenía un momento libre y estaba de buen humor, se acercaba una vela, cogía la pluma de ánsar y decía:

-Vete a buscar el librito verde, Magdalena; me parece que sólo tienes en él música vieja, que ya estarás aburrida de tocar. Te voy a escribir algo nuevo.

Yo corría a buscar el cuaderno pensando en que iba a contener un nuevo tesoro. ¡Qué hermosas eran las largas noches de otoño e invierno, cuando los niños descansaban ya, bien abrigados en sus camas, y Sebastián y yo escribíamos música juntos! Siempre teníamos trabajo, pues copiábamos entre los dos todas las cantatas dominicales. Entre ambos había dos velas y trabajábamos silenciosos y felices, uno al lado del otro. Yo guardaba el mayor silencio que podía; porque, con frecuencia, cuando él copiaba las voces de una cantata, con su bella y ligera mano (su escritura tenía siempre para mí una expresión viva y apasionada), o cuando copiaba para nosotros música de Buxtehude o de Haendel (al que admiraba mucho, aunque a mí me parecía que sus composiciones no tenían la grandeza de las de Sebastián), o cuando componía algo sencillo para uno de sus alumnos, le llegaba de pronto la inspiración y cogía  una de las hojas en blanco de papel de música, que yo colocaba siempre a su lado, y derramaba sobre ella la corriente inagotable de armonía que fluía de su cabeza.

Mi librito recibió en esa forma algunos corales y cantatas y, un de estas últimas me conmueve de tal modo que, al principio, no podía cantarla, porque me temblaba la voz:

Teniéndote yo a mi lado
iré con sumo placer
a la muerte y al descanso.

¡Y cuán alegre
mi fin será,
si esas manos
mis ojos cierran!

¡Ah! ¡Sebastián, qué bueno eras! ¡Y cómo me querías!

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