jueves

LA TIERRA PURPÚREA (99) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XXIV /  EL MISTERIO DE LA MARIPOSA VERDE (3)

Por último, después que hubimos tomado el mate que nos cebó Ramona, se retiraron los dos viejos sirvientes, no sin dirigirle muchas prolongadas y adoradoras miradas a su metamorfoseada patrona. Entonces, sin saber por qué, nuestra conversación empezó a flaquear, mostrando Ramona cierto encogimiento mientras que aquella nube de inquietud, que había llegado a conocer tan bien, cubrió su rostro. Pensando que ya sería tiempo de marcharme, me levanté, y agradeciéndole el agradable trato que había disfrutado en su compañía, le expresé el vivo deseo de que su porvenir fuera más brillante de lo que había sido su pasado.

-¡Gracias, Ricardo! -repuso, mirando hacia abajo, y dejando su mano permanecer en la mía-. ¿Pero es necesario que usté se vaya tan pronto?... Hay tanto que quiero decirle…

-Me quedaré con mucho gusto para oír lo que tenga que decirme -dije, sentándome otra vez a su lado.

-Como usté dice, Ricardo, mi vida ha sido sumamente triste, pero no lo sabe todo -y aquí llevó el pañuelo a sus ojos. Observé que varias hermosas sortijas adornaban sus dedos y que el pañuelito bordado con el que se cubría el rostro era una verdadera monada con un borde de encaje, pues todo su atavío estaba completo y en armonía aquella noche. Aun sus curiosos zapatitos estaban bordados con hebras de plata e iban adornados de grandes rosetas. Después de descubrirse la cara otra vez, se quedó callada, mirando el suelo y tornándose cada vez más pálida y afligida.

-Dígame, Demetria, ¿en qué puedo servirla? No me imagino qué es lo que la aflige, pero si es algo en lo que puedo ayudarla, ya sabe que puede hablarme con toda franqueza.

-Es posible que pueda ayudarme, Ricardo. Era de eso que quería hablarle esta noche. Pero ahora… ¿cómo es posible hablar?

-¡Pero, Demetria! ¿Ni a uno que es su amigo? Ojalá hiciera de cuenta que el espíritu de su hermano, Calixto, está en mí; pues estoy tan pronto como lo habría estado él, para servirla; y sé cuánto él la amaba.

Se sonrojó, y por un instante sus ojos encontraron los míos; entonces, bajándolos otra vez, contestó tristemente:

-¡Es imposible! No puedo decirle más ahora. Se me oprime el corazón de tal manera, que mis labios se niegan a hablar. ¡Tal vez mañana!

-Pero, Demetria, mañana yo me voy y no tendremos oportunidad de hablar. Don Hilario estará aquí vigilándola, y aunque él esté tanto en la casa, no puedo creer que usted se fíe de él. Se sobrecogió al oír el nombre de don Hilario y lloró un poco en silencio; entonces, levantándose repentinamente, me dio la mano y me dijo “buenas noches”.

-Todo lo sabrá mañana, Ricardo, sabrá lo mucho que confío en usté y lo poco que me fío de él. Yo misma no puedo hablar, pero puedo fiarme de Santos, que lo sabe todo, y se lo dirá por mí.

Tenía una expresión triste y pensativa en los ojos cuando nos separamos que me persiguió durante horas. Entrando en la cocina, interrumpí a Ramona y a Santos en una comedia secreta. Ambos se sobrecogieron, viéndose sorprendidos; entonces, después de encender un cigarro y cuando me disponía a salir, se levantaron y volvieron junto a su patrona.

Mientras fumaba el cigarro, me puse a reflexionar sobre la noche tan curiosa que había pasado, preguntándome, muy intrigado, cuál podría ser la secreta aflicción de Demetria. Yo la llamaba “El misterio de la mariposa verde”; pero era, en realidad, todo demasiado triste, aun para bromear mentalmente, aunque un poco de risa, en razón, suele ser la mejor arma con que arrostrar las aflicciones, teniendo a veces un efecto como el abrir repentinamente un vistoso parasol en la cara de un toro enfurecido. No pudiendo resolver el problema, me fui a mi pieza, a dormir por última vez bajo el triste techo de los Peralta.

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