domingo

LA TIERRA PURPÚREA (98) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XXIV /  EL MISTERIO DE LA MARIPOSA VERDE (2)

Después de la cena, en vísperas de mi partida, ensilló su caballo y se fue a un baile o tertulia en una estancia vecina, pues ahora, que ya no sospechaba de mí, quería volver a disfrutar de los placeres sociales que mi presencia había interrumpido.

Salí a fumar un cigarro entre los árboles; era una hermosísima noche de otoño con la luz de una clara luna templando la oscuridad. Mientras me paseaba de un extremo a otro de un angosto camino por entre la maleza, pensando en mi próxima reunión con Paquita, el viejo Santos salió afuera y me dijo misteriosamente que doña Demetria quería hablar conmigo. Me condujo por la gran sala donde siempre comíamos, y luego por un angosto y oscuro pasadizo, hasta que llegamos a una pieza en la que jamás había entrado. Aunque el resto de la casa estaba en las tinieblas, habiéndose ya ido a acostar el viejo coronel, en cambio, aquí, todo estaba muy alumbrado por una docena de velas dispuestas alrededor de la pieza. En el centro de ella, con su vieja cara radiante de embelesada admiración, estaba de pie Ramona, mirando a otra persona sentada en el sofá. Yo también miré, en silencio, a esta persona por algún tiempo; pues, aunque reconocí a Demetria, estaba tan transformada que no pude hablar de sorpresa. La casta oruga se había metamorfoseado en una resplandeciente mariposa verde con reflejos dorados. Llevaba un vestido verde claro de un estilo que jamás había visto; pero sumamente alto de talle, abombado en los hombros y con enormes mangas acampanadas que llegaban hasta el codo; todo iba profusamente adornado de finísimos encajes de color crema. Su larga y tupida cabellera, que hasta entonces la había llevado siempre en dos gruesas trenzas, estaba ahora dispuesta en grandes rodetes, y estos coronados por una peineta de carey de unas doce pulgadas de alto por unas quince de ancho en su parte superior, viéndose como un gran copete sobre la cabeza. Llevaba en las orejas un par de curiosos aros de filigrana de oro, que pendían hasta sus desnudos hombros: un collar de medios doblones en forma de cadena, ceñía su cuello, y en sus brazos llevaba pesados brazales de oro. Hacía un efecto sumamente original. Probablemente estos adornos habían pertenecido a su abuela, unos cien años antes; y aunque el verde claro no fuera precisamente el color que mejor sentara al pálido rostro de Demetria, debo confesar, por más que se me considere barbárico en materia de gusto, que al verla, me sobrecogí de admiración. Vio que yo estaba muy sorprendido y cubriósele el rostro de rubor; entonces, volviendo otra vez a su habitual serenidad y sosiego, me invitó a que me sentara a su lado en el sofá. Le tomé la mano y la felicité por lo buena moza que estaba. Se rio suave y tímidamente, y dijo que, ya que la iba a dejar al día siguiente, no quería que la recordase sólo como una mujer vestida siempre de negro. Respondí que siempre la recordaría, no por el color o estilo de sus vestidos, sino por sus grandes e inmerecidos infortunios, por su virtuoso corazón y por toda la amabilidad que me había mostrado. Evidentemente, le agradaron mis palabras, y mientras permanecimos sentados, conversando juntos afablemente, delante de nosotros estaban Santos y la Ramona, uno de pie y la otra sentada en el suelo, ambos deleitando la vista con la deslumbradora compostura de su patrona. El embeleso de estos dos era franco e infantil, y dio un especial sabor al placer que sentía. Parecía agradarle a Demetria pensar que era buena moza, y se mostró más animada de lo que la había visto hasta entonces. Aquella antigua compostura, que habría sido motivo de risa en cualquier otra mujer, por alguna razón u otra, parecía sentarle a ella muy bien; quizás fuera debido a que la singular sencillez e ignorancia de las cosas del mundo que se traducía en su conversación, y aquella su delicada finura, habrían impedido que me resultara ridícula, como quiera que vistiese.

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