lunes

LA CONVERSACIÓN CONSIGO MISMO DEL MARQUÉS CARACCIOLI (25)


EL LIBRO QUE JOSÉ GERVASIO ARTIGAS RELEÍA TODOS LOS DÍAS EN IBIRAY

(Fragmentos del capítulo VIII de Artigas católico, segunda edición ampliada con prólogo de Arturo Ardao, Universidad Católica, 2004)

por Pedro Gaudiano


APÉNDICE 9

¿No es cosa bien lastimosa el ver con cuanta aceleración se le da una crianza absolutamente sensual a los niños? ¿Se les dice jamás que admiren su alma, y se les hace a lo menos traslucir los socorros, y la excelencia de un ser racional? Acordaos que descendéis de tal y tal sujeto, que mañana poseeréis grandes riquezas, y llegaréis a grandes honores; este es el primer idioma que se les enseña. La inmortalidad de su espíritu, y la comunicación íntima que deben tener con Dios, no les parece que son objetos bastante importantes.

Casi todos los que han escrito mejor de la educación, no han reflexionado sino en recompensas o castigos sensibles, y de este modo no hacen de los niños sino unos esclavos de los sentidos. Y así el mayor número de los cuidados de educación comienzan estableciendo la pequeña felicidad sobre un bello vestido, sobre un embeleco, sobre una flor, y sobre una fruta. Un maestro ilustrado astutamente debe apartar la vista de su discípulo de los entes corpóreos, y aplicarle cuanto antes a que ponga atentamente la mirada en objetos espirituales. Es preciso que le repita frecuentemente que la figura de este mundo es pasajera y de corta duración, que nada hay grande en el mundo sino nuestra alma; es muy necesario que le pinte vivamente la infelicidad de un hombre que sólo piensa en fruslerías o bagatelas, y que se encierra todo entero en los límites de una vida miserable.

Ya no debe admirarnos si tantos hombres hacen también corporal su espíritu. El hábito que contraen casi al nacer de no estimar, ni aficionarse sino a la materia, los conduce hasta este exceso. Aquí, sin duda, venía el examinar si la educación particular es preferible a la educación pública, pero dejaremos esta cuestión indecisa, para decir solamente que todo padre debe trabajar por sí mismo en formar el corazón y el espíritu de su hijo. Hay aquí sin duda más relación por esta parte, que por la de un extraño, que por lo común sólo trabajan por el interés.

Ciertamente nada es tan peligroso, como no cuidar mucho de las costumbres de la juventud; pero es preciso advertir al mismo tiempo que esta vigilancia no se muestre demasiado en lo exterior; esto haría sospechar a los niños un mal, que acaso no pensarían ellos. Malebranche quiso hacer ver en Dios todas las cosas, y hay algunos preceptores que todo lo hacen ver en el diablo. Considérese qué extraña contradicción.

Una cierta facilidad, que se debe llamar libertad de espíritu, es la situación más favorable para los jóvenes. Hablo de una libertad que los eleva sobre sus estudios, y les representa a sus preceptores, no como verdugos, sino como unos buenos amigos, y que los llevan al bien con gusto, y no con áspera sujeción. De nueve o diez años todos destinados al estudio del latín, y de una filosofía, que por lo común sólo enseña palabras, ¿no se podrían ahorrar algunos ratitos para el estudio de sí mismo? No se trata ahora de que se entreguen los muchachos a especulaciones de que no son capaces; basta el precaverlos contra el abuso de los sentidos, y enseñarles a sacar alguna cosa de su propio caudal.

No dudo que habrá alguno que diga no es permitido a un muchacho precisar si no tiene en las manos a Virgilio o Cicerón. Son ordinariamente las respuestas que dan a quienes les pregunta, sacadas de estos autores, como si la primera edad no fuera capaz de prontitudes y preguntas. Este modo de criar la juventud la acostumbra a no reflexionar, y a perder de vista el alma, por no emplearse sino en producciones ajenas, y esta, sin duda, es una gran desgracia, pues se siente sofocado el espíritu, casi en el mismo instante de nacer. Sale un joven del colegio, en donde ha empleado diez años en aprender una lengua muerta, y en la que todavía tartamudea, sin tener la más leve noticia de su cuerpo, ni de su alma; ¿no se reformarán en un siglo tan ilustrado como el nuestro los elementos de la filosofía?” (pp.244-248).

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