domingo

ENRIQUE AMORIM - LA CARRETA (9)


I (2)


Un día el pulpero le dijo:

-Mata, te veo montar en mal caballo. Y vas sin estribos, al parecer.


Matacabayo -solían llamarlo, más brevemente, Mata- comprendió la alusión.

-No descuidés tu trabajo. Mata, p’ayudar a esa gentuza… Son pior que gitanos de desagradecidos.

El experto en “guascas” había abandonado su labor habitual, para inmiscuirse en los asuntos del circo. Amontonados en su cuartucho, estaban cabezadas, frenos y arreos de varias estancias vecinas. El nuevo negocio bien valía la pena dejar a un lado el lento trabajo de hacer un lazo. Aquel circo de pruebas en la miseria con sus carretones destartalados, iba a clavar el pico allí. No era posible que saliesen de aquel atolladero de deudas, envidias y rencores viejos. El caso era sacarle partido al derrumbe. De todas aquellas tablas podridas, de todas aquellas raídas lonas y hierros herrumbrados podría surgir una nueva empresa. Se diría que le iba tomando cariño a los restantes cuatro trastos.

Como su actividad no menguaba, el hombre iba a de un lado para otro, dentro del circo. Era la persona servicial, oportuna y solícita. Entraba en el carretón y no dejaba de dar charla a las cuatro mujeres que formaban la población femenina. Dos rubias, las “Hermanas Felipe”, amazonas; una italiana obesa y ciertas criolla llamada Secundina, mujer cincuentona, rozagante y hábil, la cual terciaba aquí y allá, distribuyendo la tarea. Hacía en el circo el papel de “capataza” y, al parecer, no tenía compromiso alguno con los hombres de la comparsa.

Matacabayo puso sus hijos al servicio del circo. El director, don Pedro, era un hombre indiferente y hosco. Comprendiendo el estado calamitoso de la empresa, apenas sí ponía interés en que no le trampearan en la administración y el reparto de los beneficios. Se decía en el pueblo que era el amante de una de las amazonas. Pero nadie podía asegurarlo.

¿Qué faltaba algo? Don Pedro encendía su pipa y prometía arreglar lo que no arreglaba nunca. Si nacionalidad definida, dominaba dos o tres lenguas, maldiciendo en francés gutural y hablando en un italiano del Sur al flaco Sebastián, el boletero, quien representaba la inquietud encerrado en la taquilla. Pasaba las horas vociferando, echando maldiciones. Pero nadie le hacía caso, a excepción de la segunda amazona, hermana de la supuesta mujer de don Pedro.

Kaliso, que así se llamaba el italiano “forzudo” del circo, vivía con los pies en un charco de barro. Sus enormes pies sufrían al aire seco. Traía a su mujer y un oso. Ella, una sumisa italiana, y él -el oso- una apacible bestia. Formaban una familia unida. Comían en los mismos platos. Deliberaban poco, y cuando lo hacían, el oso subrayaba las palabras con el hocico, rozando la madera de la jaula, en su balanceo de animal mecánico.

Kaliso también se mostraba indiferente. Sólo se encolerizaba al recordar cierta suma de dinero prestada a los que habían quedado presos, “los tres del trapecio”, unos borrachos empedernidos. A Kaliso poco le interesaba la suerte del circo. Sabía que con su oso y la mujer, disfrazados de gitanos, podrían continuar echando la suerte por los caminos. Por otra parte ya habían juntado algunos pesos. A Kaliso le tenían sin cuidado los preparativos de la primera función. Una vez levantadas las gradas, entraría con su oso a conquistar el auditorio.

Las amazonas, “Hermanas Felipe”, no podían ponerse de acuerdo. En una la tranquilidad era efectiva. En la otra, la compañera del boletero, había preocupaciones y razones para no saltar muy a gusto sobre las ancas de los caballos…

Las autoridades del pueblo les cobraban demasiado por el alquiler de la plazuela, pretextando que allí pastoreaba la caballada de la comisaría y que, al ser ocupado el campo por el circo, debían apacentar en potreros ajenos. Don pedro dispuso que se cobrase un tanto a las chinas pasteleras que deseaban vender sus mercaderías en los intervalos de la función. Se trataba de una suma insignificante. Pero, al saberlo, el comisario impidió que se cometiese ese atentado a la libertad de comerciar de la pobre gente.

Aquello puso de mal talante al director. Estuvo a punto de protestar el contrato por cinco funciones. Contaba con la rentita que podría producir el alquiler de los contornos del circo. Se sumaron a este contratiempo, seis u ocho más. Entre ellos, la repentina dolencia de Secundina, la chinota con quien se entendía Matacabayo para ordenar el trajín del circo. Secundina, la criolla, tenía un carácter temerario. Desde su llegada marchó de acuerdo con Matacabayo. Por ella supo éste los pormenores de la compañía. Don Pedro, en realidad, comprendía el fracaso. Solamente se ponía de mal humor si lo contrariaban y, sobre todo, cuando lidiaba con las autoridades.

Como oscuro personaje, sin nacionalidad definida, odiaba a todas las razas. Le repugnaban los criollos y hablaba mal de los “gringos”. Preocupábanle los humores del italiano porque éste era la atracción más importante y atrayente del circo, desaparecidos los “hermanos del trapecio”.

Matacabayo lo supo todo por Secundina. Su instinto le dijo que la mujer lo admiraba con una pasividad de hembra aplastada. Y, para Matacabayo, el espectáculo de la salud física de Secundina era una fuerte sugestión. Cuando, después del almuerzo, ella se puso mala, Matacabayo hizo ir a la cabecera de su cama -cueros y mantas en el piso del carretón- a su hija Alcira. Allí estuvo horas y horas alcanzando agua y cuidando en los más mínimos detalles el bienestar de la enferma. Mientras tanto, Matacabayo enviaba a su hijo al otro lado del río por unas hierbas medicinales.

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