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El Greco, el extranjero que retrató el alma de Toledo


Tras trabajar como pintor de iconos en su Creta natal, Domenikos Theotokopoulos viajó a Venecia y Roma, y en 1577 llegó a Toledo, donde pintó las obras que le hicieron famoso

En 1577, un pintor de 36 años llegaba a Toledo, en el que fue el último gran viaje de su vida. Quería trabajar para Felipe II, que en esos años buscaba a los mejores pintores italianos para decorar el monasterio de El Escorial. Venía de Roma, pero antes había estado unos años en Venecia, y el inicio de ese largo viaje había comenzado en Candía, capital de la isla de Creta, donde había nacido en 1541. En Toledo vivió como un inmigrante. Parece que nunca llegó a dominar por completo el español y jamás renunció a su origen griego. Actuó como traductor en los pleitos que tenían los griegos que pasaban por Toledo y firmó sus obras con su nombre, Domenikos Theotokopoulos, escrito en el alfabeto griego. Durante sus primeros años en España añadió a su firma las siglas KRES, es decir, cretense, para que su origen quedara ligado a la fama de sus cuadros. No es extraño que pasara a la historia con un sobrenombre relativo a su origen: el Greco.

Al año de llegar a Toledo tuvo un hijo al que puso el nombre de su padre, Jorge, y de su hermano Manusso, o Manuel. La madre del niño se llamaba Jerónima de las Cuevas y debió de morir en el parto o poco después. Esta mujer es otro de los misterios de la vida del Greco, ¿era una morisca, una prostituta, o simplemente una mujer de origen humilde? Lo cierto es que el Greco no se casó con ella, quizá porque había contraído matrimonio en Candía antes de su gran viaje. Jorge Manuel, por tanto, fue hijo natural, y por ello se le llamaba «sobrino» en algún documento. Domenikos quiso a este hijo toledano y le dio la mejor formación posible, como pintor y como arquitecto, para que alcanzara una buena posición social.

De Creta a Venecia

En Creta, Domenikos Theotokopoulos se había formado como pintor de iconos, dentro de la estética bizantina; la repetición de fórmulas típica de este arte se ha relacionado con ciertas características de su obra cuando ya era un pintor a la manera occidental y había abandonado la maniera greca. Pero el mundo de los iconos se le quedó pequeño, y en la primavera de 1567, cuando tenía 26 años, estaba ya en Venecia. Era un movimiento natural, porque la ciudad de las lagunas era un gran centro artístico y Creta se hallaba en la órbita veneciana. Además, el hermano del Greco fue un comerciante y trabajó como recaudador de impuestos para la Serenísima; en 1572 conseguiría incluso una patente de corso veneciana para poder asaltar las naves turcas, aunque se arruinó y acabaría viviendo y muriendo en Toledo al lado de su exitoso hermano.

En lo artístico, el viaje a Venecia significó pasar de Oriente a Occidente, de un mercado reducido a otro sin límites, de la repetición de modelos a la búsqueda de la novedad. Venecia era la ciudad de Tiziano, de Tintoretto y de los Bassano, y allí el Greco bebió con ansia la luz y el color de la pintura veneciana. Desde entonces pintaría a base de manchas de color que variaban con la luz, lo que con cierta sorna llamaría «borrones» el tratadista Francisco Pacheco, suegro de Velázquez, quien a pesar de ello poseyó algunos retratos del griego.

Entre la élite de Roma

El siguiente paso del Greco, en 1570, fue viajar a Roma, sin duda la ciudad más fascinante que podía haber para un pintor del Renacimiento. Gracias a la amistad con Giulio Clovio, un pintor croata especializado en miniaturas, se introdujo en la exquisita corte del cardenal Farnesio, que acogía un selecto círculo de eruditos y anticuarios, incluido el bibliotecario, Fulvio Orsini. Al integrarse en este grupo, el Greco se convirtió en un pintor intelectual, con una formación inalcanzable para la mayor parte de los pintores. Así lo prueba el que a su muerte dejara una nutrida biblioteca y que Pacheco lo considerara «filósofo de agudos dichos». También se explica así la soberbia y la seguridad del Greco a la hora de argumentar, y su empeño en rodearse de amigos cultos allí donde estuviera.

En el palacio Farnesio, el Greco conoció a dos ilustres toledanos, Pedro Chacón y Luis de Castilla, expertos en antigüedades. Sería su amistad con el segundo, la que, cuando decidió trasladarse a España, le haría recalar en Toledo. Luis de Castilla, en efecto, era hijo del deán de la catedral primada toledana, y eso garantizaba al pintor tener una serie de buenos encargos para poder vivir antes de introducirse en la corte de Felipe II, su destino final. Y eso que de Roma salió malparado, expulsado del palacio Farnesio, según se dijo por haberse atrevido a decir que él era capaz de enmendar a Miguel Ángel y pintar de nuevo, con decoro y decencia, el Juicio Final, el fresco del genial artista en la Capilla Sixtina; por entonces triunfaban los valores de la Contrarreforma y algún papa se planteó la destrucción de la obra de Miguel Ángel al no poder tolerar las figuras desnudas.

Toledo: al fin un hogar

Durante su estancia en España, los problemas persiguieron al Greco. Por ejemplo, tuvo que pleitear con el cabildo catedralicio, que se negó a pagar los 900 ducados que el Greco pedía por una de sus obras, El expolio, y hubo de conformarse con los 318 de la tasación final; más dinero, sin embargo, del propuesto en principio por la catedral, que temía que el Greco partiera de Toledo llevándose consigo la obra. A ello hay que sumar que El martirio de san Mauricio, encargado por Felipe II para la basílica del monasterio de El Escorial, no satisfizo las expectativas del monarca. A partir de ese momento,  Domenikos no volvió a tener encargos ni de la catedral ni del rey, los dos mayores patronos que podía ambicionar.

En cambio, desde que en 1583 decidió establecerse definitivamente en Toledo, el Greco contó con una clientela culta y rica. Aunque al principio le costó integrarse, terminó haciendo numerosos amigos a los que retrató en la manera que había aprendido en Venecia. La «infinita bondad y prudencia» que según el pintor poseía su querido amigo Antonio de Covarrubias se transmite en la serenidad de su retrato, que contrasta con la pasión que parece desequilibrar la imagen de otro amigo, fray Hortensio Félix Paravicino; este, tras verse en el lienzo del Greco, declaró que dudaba dónde viviría su alma, si en su cuerpo o en su retrato. Pero hay otros muchos retratos del Greco que no sabemos  a quién representan. Entre ellos destaca El caballero de la mano en el pecho, casi un icono que sintetiza lo que imaginamos de un perfecto caballero del Siglo de Oro. Las distintas figuras que aparecen en El entierro del conde de Orgaz, como testigos del milagro que se representa en el cuadro, son, asimismo, retratos de toledanos contemporáneos del pintor. Aunque esta fue su obra más famosa, también tuvo problemas para cobrar los 1.600 ducados en que llegó a tasarse, por lo que tuvo que conformarse con los 1.200 que le ofrecieron en la primera tasación.

En cualquier caso, el Greco alcanzó un gran éxito profesional en Toledo, como nos cuentan los inventarios de bienes de la élite de la ciudad, que incluyen numerosos cuadros del pintor. Y si unas veces se vio obligado a pleitear por los pagos, en otras rebajó el precio a los amigos. A menudo se ha especulado sobre el misticismo del pintor tal como se refleja en sus óleos, pero en realidad eran sus clientes quienes elegían los temas; si le hubieran encargado pinturas mitológicas o tan sólo retratos, nuestra percepción del pintor sería distinta. Tampoco es cierto que su estilo pictórico se debiera a problemas en la vista, ni que pintara a locos o viviera a oscuras; al contrario, el Greco tuvo los pies muy bien asentados en la tierra y cultivó una manera propia de pintar en la que fusionó todo lo aprendido con la ambición de convertirse en un artista único.




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