miércoles

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (7) - ESTHER MEYNEL


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DE LA JUVENTUD DE SEBASTIÁN EN EISENACH, LÜNEBURG Y ARMSTADT; DE SU PRIMER MATRIMONIO EN MÜHLHAUSEN Y DE SU VIDA EN WEIMAR Y EN CÖTHEN

En nuestra época, todos los miembros de la familia Bach eran músicos. Vivían de organistas, esparcidos por toda Turingia. El tío de Sebastián, cuya hija mujer mayor había sido su primera mujer, era organista en Gehren. Componía música y construía clavicordios y violines. Yo creo que también a Sebastián le hubiera gustado construirse sus instrumentos musicales, si hubiera tenido tiempo. Se interesaba extraordinariamente por los progresos del arte de la construcción de instrumentos musicales y tenía gran habilidad manual. Siempre que había que cambiar las cuerdas de su clave lo hacía él mismo y no necesitaba más que un cuarto de hora para afinarlo.

Sebastián me contó con frecuencia que, desde que memoria humana podía recordarlo, todos los Bach se reunían, por lo menos una vez al año, para hacer música juntos. Generalmente, empezaban por ejecutar un coral, y después se divertían improvisando canzonetas a base de armonizar varias melodías conocidas, cantándolas después a varias voces. No era más que una broma musical; pero ninguno de los Bach se habría marchado satisfecho de aquellas reuniones familiares, si no hubieran improvisado alguna de esas quodlibet. Cuando Sebastián estaba de buen humor, por las noches, alrededor del hogar, cantaba una con sus hijos. Si yo a veces no cantaba, probablemente por estar atenta al planchado de los complicados pliegues de una camisa de Sebastián, Friedeman o Manuel, no dejaba de decirme: -¡Madre, haznos escuchar tu dulce voz!- insistiendo hasta que yo acababa por cantar con ellos. No quería dejar de oír mi voz. Esa inclinación de la familia hacia los quodlibet la conservó toda su vida, como se desprende del “Aria con treinta variaciones” que, en sus últimos años, compuso para el conde Kayserling: la última variación es una quodlibet que procede de la combinación de dos canciones populares conocidísimas. Una de las canciones habla de muchachas, y la otra de coles y zanahorias, y su imitación la reproduce el bajo. Sebastián era capaz de componer música con cualquier tema.

Al morir sus padres, fue a vivir con su hermano mayor, que era organista de Ohrdruf. De modo que salió en su primera juventud de la hermosa y verdeante ciudad de Eisenach, con sus innumerabes riachuelos.

Pero dos habitantes de Eisenach habían producido en él una impresión profunda: Santa Isabel de Hungría y Martín Lutero (de los que era casi contemporáneo), pues, de niño, pensando en aquel gran hombre, alzó muchas veces la vista hacia el Wartburg, y los emocionantes corales de Lutero le produjeron, en años posteriores, la inspiración para magníficos preludios de órgano. Entre las singularidades que fui descubriendo me sorprendió que él, que era un manantial de música inagotable, necesitaba, con frecuencia, la música de otra persona para que se iniciase la corriente de su inspiración. Cuando se sentaba al órgano o al clavicordio y quería improvisar, tocaba primero alguna pequeña composición de Buxthehude, o de Pachelbel, o de su tío Cristóbal Bach, por cuya música sentía gran admiración, y solamente desplegaba su genio las poderosas alas. Entonces, en mi imaginación, recordaba yo que bastaba dar unos golpes a la bomba de nuestro patio para que siguiese saliendo de las profundidades de la tierra la generosa corriente de agua.

Otro de los lazos que le unían a Lutero, consistía en que también Sebastián, siendo niño, había cantado por las calles de Eisenach en coro como el gran reformador, pues fue alumno del coro, fundado cien años antes, de que tanto presumían los vecinos de Eisenach. -Nuestra ciudad fue siempre célebre por su música -solía decir Sebastián, y me seguía contando que el nombre latino de Eisenach era “Isenacum” que es, a su ver, un anagrama de “en música” o de “cantamos”. Todavía me parece estar viéndole con su alegre sonrisa, cuando me contaba esas cosas bromeando. Espero haber reproducido correctamente sus palabras, pues yo no sé nada de latín y Sebastián detestaba, sobre todo, la inexactitud. Él fue un gran latinista y, cuando lo nombraron Maestro Cantor en la iglesia de Santo Tomás, tuvo que enseñar a los alumnos no solamente música, sino también latín. Quiso enseñarme a mí esa lengua, aunque sólo fuera, como él decía, para tener en mí un contraste con los distraídos alumnos de la escuela de Santo Tomás, pero no tuvo tiempo de darme las lecciones y, por otra parte, yo estaba también demasiado ocupada con los niños y la casa. El latín que aprendí se redujo al “Gloria in excelsis” y al “Credum in unum Deum”, y lo aprendí cuando compuso su misa en si menor, su tonalidad favorita.

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