domingo

PAUL AUSTER “MI MISIÓN COMO ESCRITOR ES HACER SENTIR LO QUE ES UN SER HUMANO”


por François Busnel
(Turia 17 de junio)

PRIMERA ENTREGA

¿Contarse a sí mismo? Sí, pero, ¿cómo? La forma importa tanto como el fin y Paul Auster lo sabe muy bien. Diario de invierno es ante todo una obra literaria de forma inédita. Es de esos escritores que aborrecen que la obra se quede limitada a la vida. Paul Auster usa la segunda persona del singular, ese «tú» que hace que el lector se sienta tan próximo y nos permite convertirnos en aquel chiquillo solitario que soñaba con el cine y con escribir mientras veía en televisión los partidos de beisbol, sintió pasión por la lengua francesa y la traducción merced a uno de sus tíos que traducía a los poetas latinos, se embarcó en un carguero, eligió Francia para que fuera su tierra de acogida, vivió en buhardillas parisinas y, después, en casitas de Provenza, que volvió a Nueva York sin un céntimo, fracasó muchas veces en el intento de escribir la primera novela, se divorció y pensó que su vida había terminado, conoció a la mujer de su vida (la novelista Siri Hustvedt), volvió a ponerse a escribir dos semanas después de la muerte de su padre, triunfo en Francia y en Europa antes de que lo aplaudiesen en su país, hizo sus pinitos en el cine (Smoke, Brooklyn Boogie…), publicó novelas espléndidas (Ciudad de cristal, El país de las últimas cosas…) y relatos personales conmovedores (La invención de la soledad, El cuaderno rojoA salto de mata). A los 65 años, Paul Auster parece tener más fuerza que nunca. Ya no se le ven esas huellas de febrilidad y angustia cuya marca llevaba en la cara y en lo que decía y en lo que escribía en la última década (esa que vio cómo los atentados del 11 de septiembre ensombrecieron Nueva York, su ciudad).  Cierto es que las últimas páginas del presente libro -las más hermosas- narran un caminar que recuerda al de Quinn, el protagonista de Ciudad de cristal, por el puente de Brooklyn, en ausencia de lo que fue el repulsivo símbolo de la ciudad-papel que el escritor ha inventado y vuelto a inventar libro tras libro. Esta entrevista se celebró en un estudio de radio de France Inter. Paul Auster sonríe. Bromea. Como si haber escrito este libro (primera entrega de un díptico, cuya continuación esperamos con impaciencia, dedicado a su aventura anímica e intelectual) le brindase una segunda juventud.


Diario de invierno [1] es un libro sorprendente. ¿Autobiográfico?


No, en realidad no. No es ni una autobiografía ni unas Memorias. Tampoco es un relato. Es una obra literaria. La componen una serie de fragmentos autobiográficos que adoptan la estructura de una obra musical. El libro va saltando de un año a otro. Tan pronto tengo 4 ó 5 años como, en el párrafo siguiente, tengo 60…

¿Cómo nació este texto?

Me cuesta acordarme. Llevaba dentro esa idea desde hacía mucho, Quería escribir algo acerca de mi cuerpo. Escribí este libro en un plazo muy breve, de unos pocos meses nada más.

Y eso no es lo habitual en usted, ¿verdad?

No, suelo ser mucho más lento normalmente Pero en este caso tenía ya el libro en la cabeza. Es algo muy curioso.

No es la primera vez que recuerda partes de su vida: están La invención de la soledad [2], de 1979, su primer libro, y luego El cuaderno rojo [3] y A salto de mata [4]

Efectivamente, esos tres libros son obras declaradamente autobiográficas, incluso aunque la forma de abordar el asunto no sea muy tradicional. Diario de invierno es la cuarta entrega de esa progresión en los temas personales.  En los últimos doce años he escrito muchas novelas en un lapso de tiempo muy breve. Creo que quería respirar un poco. Ver las cosas de otra manera. Recuperar energía e ideas nuevas

Ha escogido la segunda persona del singular. ¿Por qué se llama de tú a sí mismo?

Empecé a escribir instintivamente en segunda persona. No me lo anduve pensando, empecé así. Cuando llevaba alrededor de treinta páginas, me paré y me hice esa preguntan que me ha hecho usted: ¿por qué estás haciendo así este libro? Tradicionalmente, los libros como este se escriben en primera persona. Pero eso del «yo» me parecía demasiado excluyente. Se trata por supuesto de la historia de mi vida, pero yo tenía otra idea acerca de lo que tenía que ser este libro. Habría podido usar la tercera persona del singular, «él».  Que es, por cierto, la persona que uso en la segunda parte de La invención de la soledad; escribía acerca de mí, pero me llamaba «A» en vez de «yo». A de Auster. Así que, ¿por qué me llamo de tú en este Diario de invierno? Seguramente porque quería que este libro nuevo nos lo repartiéramos el lector y yo, por decirlo de alguna forma. Debo decir que no siento interés por mi persona: no es un tema que me fascine, ni mucho menos. Pero conozco bien mi historia, al menos las cosas que consigo recordar. Lo que quería era escribir un libro sobre qué es el ser humano, sobre la sensación de estar vivo. Y por eso cuento accidentes, heridas, cómo descubrí mi vida sexual. La esperanza que tengo es que las cosas que cuento puedan traerle al lector reflexiones personales y contribuir a que afloren sus recuerdos propios. El «tú» hace que el lector se sienta muy implicado y le permite volver a reflexionar sobre su vida.

El tema importante de este libro es también el cuerpo: la forma en que los estados afectivos elementales son el vehículo, en realidad, de las ideas y los amores. ¿Por qué ocupa el cuerpo un lugar tan importante?

Noto que nuestra vida procede en primer lugar de los cuerpos. Pensamos, por supuesto. Pero los pensamientos no vienen de ninguna parte. Afloran de un «yo físico», de nuestros cuerpos. Nunca he leído libros como este: no sé si el resultado es un buen libro o un mal libro, pero es una manera diferente de enfocar las cosas. Así veo la vida: entramos en su día en un cuerpo, todo empieza con nuestro cuerpo y todo concluirá cuando ese cuerpo muera. Somos nuestros cuerpos.

¿Nuestra historia se reduce a la de nuestro cuerpo?

La del final de la vida, sí. Muchas veces llegamos al final de la vida sin la capacidad de pensar o la de hablar. Somos sencillamente carne y hueso. Piense en el caso de la enfermedad: cuando estamos sanos, no pensamos en el cuerpo; pero, en cuanto caemos enfermos, toda la vida gira en torno a los problemas del cuerpo.

También están los placeres físicos.

También. Mire, todo empieza con el cuerpo. He pasado mucho tiempo creyendo que la sexualidad era el mayor placer que existía para el cuerpo. 

Intenta usted calar en el misterio de la atracción amorosa. ¿Quién decide: el cuerpo o la mente?

¡Pues los dos! La atracción por otra persona resulta muy difícil de explicar, nadie la entiende de verdad. Pero ves a alguien, a una mujer que te parece guapa, y enseguida surge una atracción. O a lo mejor es la forma en que esa persona camina, se encoge de hombros, frunce el ceño… todos esos gestos menudos que pueden resultar tan atractivos y tan encantadores. ¿Belleza? No, a lo mejor la belleza no cuenta. Todos los días vemos a muchas mujeres bellísimas y no sentimos atracción sexual por esas bellezas. Creo que todo empieza por la mirada. Es decir, por el cuerpo. Lo que hay al principio es algo físico. Pero la mirada es también el alma, que sale del cuerpo a través de los ojos. Si hay que zanjar a favor de una cosa o de otra, limitémonos a recordar que los ojos son partes… del cuerpo

Escribe usted que uno de los momentos más extraordinarios y más dichosos de su vida fue aquel día en que, en París, cuando era un estudiante pobre y sin un céntimo, se vio en los brazos de una prostituta que le recitaba a Baudelaire. ¿Y eso por qué?

Aquella mujer fantástica, joven, desnuda encima de la cama, tan guapa y que, de pronto, empieza a recitar un poema de Baudelaire con mucho sentimiento, con mucha exquisitez. ¡Es desde luego uno de los mejores momentos de mi vida! Pero no me invento nada. ¿Por qué inventar algo así? Sería ridículo. A lo que está obligado un escritor cuando empieza a escribir un libro como este es a ser tan honrado como pueda, sacar a la superficie de la forma más clara posible los recuerdos; y, cuando no se acuerda, que lo diga claramente. Es algo que digo en varias ocasiones en ese libro: no consigo acordarme.  

El cuerpo brinda placeres, pero también cosas desagradables. Por ejemplo ese ataque de pánico que pudo con usted en 2002. ¿De que fue síntoma ese ataque de pánico?


Fue una revelación. No sabía que el cuerpo podía hacerle algo así a uno. Me quedé de lo más sorprendido. Ocurrió en un momento muy difícil. Se acababa de morir mi madre. De repente. Aunque no padecía ninguna enfermedad. Mi mujer, Siri, no estaba conmigo. Se había ido a ver a sus padres a Minnesota, a miles de kilómetros, para organizar el octogésimo cumpleaños de su padre. Estaba sólo en Nueva York. Me llamó por teléfono la señora que iba a limpiar a casa de mi madre un día a la semana: entró con su llave y se encontró a mi madre tendida en la cama. Llegué en el acto y me la encontré muerta, encima de la cama.  Fue un momento durísimo. La miré y lo primero que pensé fue que mi propia vida había empezado en ese cuerpo que yacía ahí, sin vida, y que no existían lazos más fuertes que los que hay entre el hijo y la madre. Luego me ocupé de todas esas cosas que hay que hacer cuando se muere alguien. Tareas prácticas. Vino una prima a ayudarme a hacerlo todo. Pasé la noche en su casa, en Nueva Jersey. Como no podía dormir, me puse a beber whisky. Un vaso, dos. Y luego, pues, bueno, seguí hasta las tres o las cuatro de la mañana. Me bebí toda la botella. A la mañana siguiente había que hacer más gestiones administrativas: ir al depósito, decidir dónde la iban a enterrar, etc. Mi madre no había dejado testamento. Luego me volví a mi casa, en Brooklyn. Y volví a pasar en vela la noche siguiente y abrí una botella de whisky. Acabé por meterme en la cama, agotado y borracho. Pero, a eso de las cinco de la mañana, cuando llevaba dos horas durmiendo, me despertó el teléfono. Ya estaban cantado los pájaros; estaba agotado y me dije: «Tienes que dormir diez o doce horas, si no no vas a poder con tu alma», pero, como un tonto, descolgué el teléfono. Era otra prima, con quien había tenido anteriormente relaciones muy conflictivas, sobre todo cuando publiqué aquel libro sobre mi padre, La invención de la soledad. Me quedé escuchándola y empezó a decir cosas durísimas de mi madre, muy perversas Yo estaba muy, muy irritado. Concluyó la conversación y me di cuenta de que me había puesto en un estado tal que no podía volver a acostarme y seguir durmiendo. Me hice un café muy cargado. Luego, otro. Y otro más. Al tomarme el cuarto, con el estómago vacío, el cuerpo empezó a reaccionarme de una forma muy rara. Me oí ruidos extraños en la cabeza.  El corazón empezó a acelerarse y, de repente, no podía respirar. Entonces me asusté mucho. Quise ponerme de pie, pero me caí al suelo. Y noté que me dejaba de correr la sangre por las venas. Era como si los brazos y las piernas se me volvieran de hormigón. Pensé que llegaba la muerte, que me subía cuerpo arriba. Y me invadió el espanto. El espanto absoluto. Eso es, un ataque de pánico. Y este fue tremendo.


Cuando murió su padre, escribió casi enseguida La invención de la soledad. ¿Por qué ha dejado pasar diez años entre la muerte de su madre y este libro, Diario de invierno, que le está dedicado en buena parte?


Sí, dos semanas después de que muriera mi padre empecé lo que iba a convertirse en La invención de la soledad. Mientras que dos semanas después de la muerte de mi madre y de aquel ataque de pánico no sabía que llegaría el día en que escribiera sobre esto, sobre mi madre. He de decir que las relaciones con mi padre fueron siempre muy complejas y turbulentas. Con mi madre, era todo muy sencillo. Estaba a gusto conmigo y yo estaba a gusto con ella. No teníamos problemas. No era una carga para mí. Así que, efectivamente, han tenido que pasar nueve años antes de que notase por dentro el deseo de escribir acerca de ella. Pero la muerte de mi madre es una parte del libro, no es el tema del libro.

Dice que no llora cuando pierde a una persona próxima, siendo así que reconoce que se le humedecen los ojos cuando lee determinados libros o cuando ve determinadas películas. ¿Cómo lo explica?

Me cuesta mucho entenderlo. Con frecuencia he padecido la sensación de duelo. Como todo el mundo. Pero cada vez que me comunican la muerte de alguien, me pongo tieso como un palo. Creo que es algo así como una forma de defenderme. Hay algo en mí que se queda vacío. Preferiría llorar. 

¿Se escribe porque no se llora?

No... Porque si no se llora entran ataques de pánico.

¿Por qué escribe?

¿Conoce a ese escritor norteamericano especializado en deportes? Red Smith. Ha dicho: «Escribir es sencillo: hay que abrirse las venas y dejar correr la sangre». Los artistas son personas a quienes no les basta el mundo. Personas heridas. Si no ¿por qué íbamos a encerrarnos en una habitación para escribir? Intentamos sacarles partido a nuestras heridas para devolverle algo a ese mundo que tan maltrechos nos ha dejado.

¿El tiempo cicatriza esas heridas?

A veces, sí; y a veces, no.

¿Y la escritura cicatriza esas heridas?

Pensé que sí mucho tiempo. Ahora sé que no es ese el caso. Escribí mi primer libro, La invención de la soledad, pensando que a lo mejor me podía curar. Mientras lo estaba escribiendo, notaba perfectamente que estaba ocurriendo algo doloroso. Pero cuando acabé el libro, todo estaba igual, no había cambiado nada.

Notas
[1]  La traducción de esta obra al castellano es de Benito Gómez Ibáñez. Anagrama, Barcelona, 2012.
[2]  Traducción al castellano de, María Eugenia Ciocchini Suárez. Anagrama, Barcelona, 2011.
[3]  Traducción al castellano de Justo Navarro. Anagrama, Barcelona, 2007.
[4]  Traducción al castellano de Benito Gómez Ibáñez. Anagrama, Barcelona, 1998.

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