domingo

LOS TRES QUIJOTES Y MIGUEL DE CERVANTES (1)


Por Daniel Moreno Moreno
(Turia)


Mucho se ha escrito sobre el Quijote, en singular, pero creo que se acerca más a los hechos hablar de los tres Quijotes. Propongo considerar cada uno de los tres libros originales sobre don Quijote como obras independientes y asociarlas a tres ciudades y a tres momentos culturales cercanos pero distantes: el Quijote de 1605 bebería de la Florencia cuna, entre tantas otras cosas, del Renacimiento y del Manierismo; el Quijote de 1614 me parece fruto del Concilio de Trento y daría expresión al primer barroco, rápidamente cultivado en Madrid; finalmente, el Quijote de 1615 correspondería al intelectualizado Manierismo último y el mismo Cervantes lo vincula a Nápoles con su dedicatoria al conde de Lemos. El primer Quijote es, como es sabido, obra de un Cervantes maduro, el segundo la obra de un autor —“el Licenciado Alonso Fernández de Avellaneda”— acaso inexperto pero atento a los nuevos aires doctrinales, y el tercero sería la respuesta de un Cervantes próximo a la muerte pero capaz aún de producir un encriptado testamento —con la intensidad psíquica de su contemporáneo El Greco— aún lleno de seducción. Dado que los aspectos filológicos, literarios y simbólicos, al menos de los Quijotes cervantinos, son objeto de renovado estudio, ilustraré mi análisis con cuestiones filosóficas y culturales.

El primer Quijote se abre con un texto, el Prólogo, el cual —tras un apabullante “Desocupado lector”— en realidad es un no-prólogo, sugerido por un amigo, donde se recoge la aparentemente sencilla pero endiablada aspiración del Renacimiento: “Sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuera escribiendo, que, cuando ella fuera más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere”. El objetivo de la imitación resulta, con todo, endiablado porque nunca está claro qué imitar, dado que el Quijote plantea varios niveles: como texto literario que es, todo es ficción en él; dentro de la ficción, se presenta la historia de don Quijote como una serie de hechos reales, recogidos “en los anales de la Mancha” y transcritos, al comienzo, de los mismos anales, y, a partir de la segunda parte, de la traducción castellana de un texto en arábigo; la narración en sí misma presenta simultáneamente dos puntos de vista, el real-llano y el real-imaginado, que aparecen en el momento mismo de la primera salida —hechos que son descritos a lo llano y, a la vez, como quedarían recogidos por “el sabio que los escribiera”— y que exhiben su potencial perturbador al duplicar la realidad cuando don Quijote “luego que vio la venta se le representó que era un castillo” y cuando encuentra a un socarrón ventero dispuesto a “seguirle el humor” —como luego hará Vivaldo, “persona muy discreta y de alegre condición”, y, como irán haciendo el cura, el barbero, Cardenio y Dorotea, y, ya en la venta, todos los personajes salvo Sancho.

Desde el mismo comienzo, por tanto, Cervantes monta una estructura narrativa que sintoniza con la deslumbrante invención de la perspectiva en la pintura, la multiplicación de las voces en música y el transformismo en las tramas teatrales. A nivel filosófico, tendría su correspondencia con las ilusiones ópticas de las que habla Lucrecio en el libro cuarto de su De rerum natura, un texto que tuvo más influencia en su época de la que se suele admitir a partir de su recuperación en 1418 por Poggio Bracciolini —recuérdese el afamado libro de Stephen Greenblatt El Giro—. El asombroso efecto hace que el público no sepa a qué atenerse, desbordado por el juego de espejos creado por los distintos planos. De cara al lector, Cervantes explica la situación presentando al hidalgo Quijana como “rematado ya su juicio” y, para la autorrepresentación de don Quijote, Cervantes recurre al deus ex machina del “sabio encantador, grande enemigo mío”, Frestón, el cual es capaz de “hacernos parecer lo que quiere”, o, en general, encantadores “que todas nuestras cosas mudan y truecan”. Que la duplicidad no se da sólo a nivel ontológico y gnoseológico sino también moral, lo muestran el paso del apaleamiento de Andrés y el de la liberación de los galeotes, donde el bien logrado a ojos de don Quijote —en ambos casos la libertad— es un mal efectivo para las costillas de Andrés, en la primera aventura, y para don Quijote, apedreado y desnudado en la segunda. Con todo, es en la famosa aventura de los molinos de viento donde Cervantes presenta su leit-motiv: lo que para el llano Panza son molinos para el imaginativo don Quijote son gigantes. Esquema que luego se repite con: caminantes/princesas raptadas, Maritornes/hija del señor del castillo, manadas de ovejas y carneros/dos ejércitos plagados de famosos caballeros, bacía de azófar/yelmo de Mambrino, Aldonza Lorenzo/Dulcinea, cueros de vino/gigante que asola el reino de Micomicón, la procesión de la Virgen y los disciplinantes/señora principal forzada. Aunque se ha de notar que algunas de las imaginaciones de don Quijote son realidades para Sancho: la ínsula, el bálsamo de Fierabrás, los caballeros andantes o el gigante que asola el reino de Micomicón.

Al comienzo de la segunda parte, se desdobla el mismo narrador, con la aparición de Cide Hamete Benengeli, “autor arábigo y manchego”, con lo que se añade a la duplicidad de la realidad a imitar la duplicidad del punto de vista, expuesto, en principio, en dos idiomas: el castellano y el árabe. En esta línea hermenéutica, el caso del “desdichado loco”, Cardenio, el Roto, contrasta con la locura de don Quijote puesto que la de Cardenio le hace ser alternativamente dos personas distintas, una cuerda y discreta, otra loca y violenta. Como también es distinta la conscientemente fingida locura de don Quijote en Sierra Morena.

Tras el encuentro de Sancho con el cura y el barbero en la venta, Cervantes da un paso más en el complicado juego de ficción y realidad. Ya no se trata sólo de seguirle el humor a don Quijote de palabra, sino de mentir abiertamente sobre el inexistente encuentro de Sancho con Dulcinea y de disfrazarse —el cura “en hábito de doncella andante” y el barbero de su escudero— con el fin de, entrando por ese medio en el mundo de don Quijote, sacarlo de su locura; estrategia a la que se suman, in crescendo, el resto de la cuadrilla.

Paradójico método, puesto que ahora para don Quijote se funden efectivamente su realidad-llana y su realidad-imaginada —¡el pobre Sancho ya sí que no sabe a qué atenerse!— y humorístico, acaso por eso fugaz, disfraz del cura. Y no creo que sea casualidad que, en este paso, la historia de Cardenio pivote sobre la mentira de don Fernando a Luscinda y a los padres de esta, y que la aparición de Dorotea sea de “mozo vestido de labrador”. Por eso considero que la novela de “El curioso impertinente”, ambientada en Florencia, está muy lejos de ser un mero añadido al resto de la trama dado que lo que Anselmo pide a su amigo Lotario es precisamente que finja “solicitar” a su esposa Camila y que el propósito inicial de Lotario no es otro que hacer creer a Anselmo que da comienzo a la seducción. Así, cuando Anselmo descubre que “todo era ficción y mentira”, el gran Cervantes, lejos de acabar ahí la historia, comienza a desplegar un endiablado mecanismo. Una vez rendida Camila, es ahora Anselmo el engañado, dando lugar a la escena —cargada de duplicidades— en la que Lotario lee sus poemas a Clori/Camila ante los dos esposos. La hábil trama que a partir de ese momento teje Cervantes con los hilos de la verdad y la mentira, de lo imaginado y lo visto, conduce un clímax ciertamente manierista: la escena en la que Anselmo asiste a la representación de Camila, Leonela y Lotario. Pero la historia no acaba con este triunfo de la ficción. Cuando “al cabo de pocos meses volvió Fortuna su rueda”, todo conduce a la muerte de los tres protagonistas, circunstancia que quizá muestre el mensaje cervantino: avisar del peligroso poder de la ficción y el engaño.

Un mensaje que se repetiría, esta vez con un final donde todos acaban aporreados, cuando, en el cúmulo de reencuentros que se suceden en la venta, se disputa —ante la incredulidad de los cuadrilleros— sobre la realidad auténtica de dos objetos: la bacía/yelmo y la albarda/jaez. En esta escena, se plasmaría, a mi juicio, la quintaesencia del primer Quijote cervantino. Enlaza por ello con el final del libro: dado que la imaginación es connatural al ser humano y no puede ser extirpada, se puede “enjaular”, como enjaulado vuelve don Quijote a su aldea —con no poca crueldad por parte de Cervantes.

Se puede considerar la “maletilla vieja, cerrada con una cadenilla” una variación del mismo tema. Como se recordará, ahí se encuentra no sólo el relato de “El curioso impertinente”, sino dos libros de caballerías y uno con la historia del Gran Capitán. El ventero y el licenciado Pero Pérez, el cura, porfían cuáles “son mentiras y están llenos de disparates y devaneos” y cuál “es historia verdadera”. Para el ventero, la ficción posee gran verdad —la verdad del corazón, se podría decir—, para el cura es la historia la recoge hechos —¿hechos?, o hechos interpretados, se podría preguntar—. El mismo Cervantes parece dar la solución cuando, en el relato del cautivo, mezcla datos reales, rumores y elementos puramente novelescos. Como después se sabe, la maletilla escondía también la “Novela de Rinconete y Cortadillo” y “su dueño no había vuelto más por allí”, aunque nosotros sabemos que se llamaba Miguel de Cervantes y que en la maletilla, y en el relato sobre ella, había depositado su secreto: ese manierista entrelazamiento de distintos elementos y puntos de vista, que difumina los contornos de la realidad y la ficción, y con ecos y alusiones que sólo algunos captarán.

Desde el punto de vista cultural, son numerosos los aspectos de la época que se reflejan en el Quijote de 1605, por más que tales influencias no agoten su excelencia. Enumeraré los más relevantes. En general, domina la tradición oral, como lo muestra la constante presencia, desde el mismo prólogo, de diálogos y de largos discursos ante una atenta audiencia; el mismo Cervantes recoge este hecho cuando describe el modo en que los libros de caballerías son leídos/escuchados en la venta, lo que permite suponer que era ese el modo en que Cervantes se imaginaba que se leería su Quijote —por ello el lector encontrará en la bibliografía la referencia de unas magníficas lecturas de los dos Quijotes cervantinos—. En la escena del expurgue de libros, Cervantes ilustra varias relaciones posibles con tal invento: quien los lee todos, quien los expurga y quema algunos, quien los odia, y quemaría, todos. Él mismo muestra gran aprecio, incluso ternura, por ellos y descubre su gusto por el italiano, su disgusto ante las traducciones de “libros en verso” y su capacidad de autocrítica con la breve reseña de su Galatea —recurso que vuelve a utilizar cuando, en el relato del cautivo, se menciona a un “tal de Saavedra”, imitando el recurso de algunos pintores de incluirse a sí mismos en sus cuadros—. En el discurso de la edad dorada se descubren ecos de Virgilio, de Ovidio y de la literatura pastoril. El tema del amor, tan renacentista, presenta varias, e intemporales, formulaciones, que casi cubren todos sus flancos: el amor goethiano del culto Crisóstomo a la esquiva Marcela; el amor platónico de don Quijote a Dulcinea; el erotismo en la seducción de Dorotea por don Fernando y el casamiento obligado consecuente; el amor más allá de la (entrevista) muerte de Cardenio a Luscinda, ya con un pie en la locura; el amor-prisión de don Fernando por Luscinda; el amor-amistad entre Camila y Anselmo y el amor-pasión que brota entre Camila y Lotario; el amor como salvación mutua que acaban profesándose el cautivo y Zoraida; el amor-niño entre doña Clara y don Luis; y, finalmente, el amor-embeleco de la antojadiza Leandra a Vicente de la Rosa y el amor bucólico de Eugenio y de Anselmo hacia Leandra —mostrando, además, Eugenio y Anselmo dos modos distintos de ese amor—. Como no podía ser menos, tanta presencia del amor viene en parte contrapesada con la amistad pura, aristotélica se podría decir, que, adornada del mayor refinamiento posible y acaso por eso situada en Florencia, se profesan Anselmo y Lotario. La defensa de la libertad en la aventura de los galeotes adquiere tintes erasmianos y servetianos en esta cita: “Allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello”. Algo incómoda tuvo que resultar también en su momento la amarga denuncia de los privilegios de la alta nobleza que revolotea la historia de Cardenio. Y resulta llamativo con qué buenas letras defiende don Quijote las armas frente a las letras.

En conclusión, el Quijote de 1605 es una magistral reflexión sobre la condición humana, abordada desde la poliédrica relación que el ser humano establece con la realidad a través de las proyecciones de su imaginación y de su lenguaje. No otro era el objetivo de Lucrecio, en cuyo De la naturaleza de las cosas se lee: “Pues nada es más difícil que distinguir los hechos evidentes de las suposiciones que por su cuenta les añade precipitadamente nuestro espíritu” (IV, 467-468). Quizá por eso, la concertada disputa final entre el canónigo de Toledo y don Quijote sobre la naturaleza de los libros de caballerías queda en tablas, si no es que la gana don Quijote. Respecto al tono general del libro, habría que decir que es abiertamente profano, una característica que Vivaldo descubre en el oficio de caballero andante y que creo que se puede extender a todo el relato. Finalmente, me gustaría resaltar el modo en que Cervantes entrelaza unos temas con otros, los deja a veces en suspenso, alterna escenas de humor intemporal y de pura aventura, mantiene un tema que le da unidad, a modo de bajo continuo —quién es don Quijote y en qué consiste el ejercicio de su profesión—, y cómo va preparando el tutti de la venta, No creo por ello que sea descabellado traer aquí a colación los madrigales tardorrenacentistas.

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