domingo

LA MIRADA DE GUILLERMO FERNÁNDEZ (3) - Hugo Giovanetti Viola

                                                       

5 / MUSIQUITA

Fue en el mítico taller de la calle Magallanes alquilado en los 80 donde Guillermo terminó de concretar la obtención de un lenguaje plástico (que se proyectaría en una amplísima trayectoria docente que se caracterizó por “no enseñar a pintar cuadros” sino por dotar a los discípulos de herramientas “pre-estilísticas”) capaz de redimensionar el sentido sagrado de la vida desde un sesgo tan incanjeable como el que irradian las obras de Joaquín Torres García, José Gurvich o Manuel Espínola Gómez.

Y esto no estoy dispuesto a discutirlo con nadie.

Si no de ser hoy libre, no lo seré jamás, se exasperaba Vallejo en otro tramo de la carta a Antenor Orrego: Siento que gana el arco de mi frente con su más imperativa curva de heroicidad. (…) ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en el libertinaje!

Y estoy seguro de que eso fue lo que sintió Guillermo cuando se decidió a perforar el cielorraso de lo prudentemente estatuido a cabezazo limpio y quedar con el rostro interior incrustado para siempre en dirección a la noche oscura de la fe.

Lo más probable es que la mayoría de los discípulos y amigos que contemplaron durante décadas la mansedumbre de aquella sonrisa que tenía un brillo especial para cada uno de nosotros (Salinger dixit) piensen que estoy exagerando, pero los que comparten la hermandad de la angustia por ir de vuelo saben que la cosa es así.

-¿Viste esos sudores húmedos? -me comentó una vez en el teléfono, pocos años antes de ser despenado meteóricamente por la Providencia. -No te dejan en paz.

Pero nunca abandonó la pelea cotidiana con las rayas y si andaba muy seco por lo menos inventaba otra versión de uno de sus maestros barrocos:

-Una vez Pailós me dijo que cuando no le salía nada no se iba del taller sin hacer un pescado. Y yo hago un Paco Espínola.

Lo que él llamaba su comparsa de figuras (ya fuesen rostros retratados o inventados) había empezado a surgir cuando entre las reglas generales del arte que absorbió de Torres García (el filum unitivo, para hablarlo en Lezama Lima) eligió la dialéctica del Dibujo y el Diseño alternados analizados por José Bergamín en una conferencia de 1954 (dada a propósito de Leonardo y los talleres del siglo XVII) que lo marcó de por vida.

El clic estaba en la definición de los roles que jugaban el Dibujo (en español) como primera toma visual y el posterior Diseño (en italiano) que transformaba los datos descriptivos en líneas funcionales destinadas a organizar, en base a una aplicación sistémica, una superficie que en el ámbito de la Contrarreforma fue llamada barroca.

Y finalmente Guillermo -que en su adolescencia había alcanzado a mostrarle unos dibujos a Torres García y recibido el tan piadoso como perentorio consejo de ponerse a estudiar con Alpuy- se decidió a retomar aquella idealización abstracta del sujeto-objeto guillotinada por el realismo hiperracionalista de la Academia Francesa que programó el castrato Jacques-Louis David.

Esa era la musiquita personal que buscaba.

Y por eso su pintura nos incrusta en la fe.


6 / ÁNGEL

Una figura capital de la cultura americana que conocí en el taller de la calle Magallanes fue Alberto Methol Ferré, que se sentaba horas entre los caballetes y el cartonerío con una literal placidez de corazón custodio.

En sus últimos años tuve el privilegio de visitarlo en el cucho de Brecha y Reconquista, y fue hermoso darme cuenta que el edificio no solamente estaba enfrentado al lugar exacto que eligieron los ingleses para boquetear la muralla en 1806, sino que además se alineaba con otro enclave de indoblegable resistencia espiritual como lo sigue siendo la diminuta Torre de los Panoramas.

-Che, Huguito -me desafió de repente una mañana Guillermo: -¿Por qué no le decís a Tucho lo que pensás de Onetti?

-En qué sentido -traté de zafar de lo que parecía presentárseme como una misión imposible: introducir a nuestra mayor eminencia patriagrandista, antimperialista y católica en la revaloración del constitutivamente derrotado orfebre sanmariano.

-Y da-da-da-da-le con O-o-o-o-netti -se atracó sin perder la sonrisa el hombre montañoso.

-Tucho no le aguanta el ateísmo pero yo siento que en las novelas hay una especie de satinación preciosa -me hizo acordar Guillermo a las auras de corte Lautrec con las que él mismo peinó la figura esquelética del pater Brausen y hasta la de su delicado Isidore Ducasse.

Y a pesar de que me es imposible recordar lo que opiné aquella mañana sobre la inefable luz de Santa María, estoy seguro de que reboté rotundamente contra la convicción del hombrón tartamudo de que la verdadera América se debía concebir como una divinidad para el futuro (Lezama Lima dixit) y que la parición de la republiqueta de Ponsonbylandia fue una traición a Artigas.

-Yo creo que en el 2002 Uruguay se volvió Onetti -sentenciaría años después en un reportaje que le hizo Miguel Carbajal para el El País de los domingos con el título de Pronóstico de un gurú.

Y la nota termina así:

-¿Se puede salir del pozo?

-Te voy a decir una cosa: las aldeas son invencibles. Esa es una regla histórica.

-Todo el mundo sabe que el Uruguay es una aldea.

-Sacá las cuentas, entonces.

Y un día Tucho me contó que en el peor momento de la dictadura tuvo que hacerse una escapada muy peligrosa al Paraguay -de donde el sacerdote Uberfil Monzón había vuelto severamente alterado después que el servicio secreto del gorilaje lo capturó infiltrando información- y que los amigos más íntimos hicieron lo imposible para que no agarrara viaje pero él no les hizo caso y no le pasó nada.

-Y cua-cua-cuan-do volví Gui-gui-gui-llermo me regaló esto -me mostró la preciosa satinación sanmariana de un ángel pintado para que lo protegiera del diabolo de Asunción que encepó a Pepe Artigas.

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