domingo

JUAN CARLOS ONETTI - PARA UNA TUMBA SIN NOMBRE (18)


V (3)

-Voy a terminar Derecho porque en casa siem­pre quisieron -me dijo-. Pero no quiero dejar Santa María, al revés de todos que sólo piensan en Buenos Aires. Y aquí, usted sabe, no se puede ser abogado en serio, no se pasa de procurador. Tal vez ejerza, no sé, porque se puede ganar dinero sin mucho trabajo. Sobre todo con las amistades de papá. Pero sin darle importancia. No quiero meterme en política. Mi vocación son los negocios, los negocios grandes. Vea lo que llegó a hacer Petrus sin necesidad de irse a la Capital. Terminó mal, es cierto, aunque quién sabe, todavía no se dijo la última palabra y nada tiene que ver que esté en la cárcel o en un sanatorio. Pudo hacer cosas porque tenía talento y visión. Lo que hizo Petrus es mucho para su tiempo; pero no pasó de un principio; de dar un ejemplo. Aquí está todo por hacer, créame.

Con sus veinte años, el mismo tono respetuoso y protector del ferretero, la misma manera tran­quila y seca, los ojos desviados, una mano pelliz­cando la otra, la misma fe en los principios, en el éxito. El también había descubierto el simple se­creto aritmético de la vida, la fórmula del triun­fo que sólo exige perseverar, despersonalizarse, ser apenas.
Le creí y volvimos a beber. Me desconcertaba la seguridad de que su padre no bebió nunca. Pe­ro el encuentro no me había sido concedido para desperdiciarlo en ellos.

-Usted vivió con Jorge Malabia en un hotel de Constitución -dije de golpe. Él estaba mirando, apagado y expectante, hacia la puerta del Mercado, siempre luminosa; ahora en silencio.

-Sí, unos dos años. Pero me parece que no este... Yo lo quiero mucho. Pero es un tipo difícil.
-Debe serio, estoy seguro. Casi neurasténico. -Asintió con alegría: “Eso”-. Pero hay algo que me interesa especialmente. Un detalle, una tram­pa acaso, una modificación. Hablo de la historia que usted conoce, Rita y el chivo.

Se inclinó sobre la mesa para esconderme los ojos y la sonrisa. En los tragaluces del fondo el día era gris; otro gris sin brillo invadía el enorme espacio desierto; el aire allí era húmedo y perezoso. Volvió a enderezarse parpadeando, en guardia.

-Conozco la historia. No pensaba que la cono­ciera usted. Jorge la debe haber contado y vaya a saber cómo.

Le expliqué lo único que me era dado continuar creyendo. Que una mujer, Rita, pedía limosna con falsos pretextos en la puerta de una estación fe­rroviaria, acompañada por un chivo, que le fue agregado, luego de largas meditaciones estéticas, por un hombre llamado Ambrosio. Repitió la ri­sita ensalivada de su padre y sacudió la cabeza para dar el visto bueno a cada recuerdo.

-Todo eso es cierto. Pero hay cosas que Jorge no sabe -parecía enfurruñado, sin ganas de ha­blar. Yo vacilaba eligiendo métodos.

-Lo que me Interesa -dije al rato- es muy poco y muy simple. No hay dudas de que una mu­jer, unida al chivo, volvió a Santa María, enferma, y murió en un rancho de la costa. Sólo quiero saber si esa muerta era Rita o no.

Se me acercó asombrado mientras pensaba ve­lozmente, torpe y con desconfianza.

-¿Si era Rita? Claro que era Rita. Ya estaba tuberculosa cuando la descubrí yo en la estación. Y no se cuidaba, prefería que comiera el chivo. Y le fomentaban el suicidio. Estaba loca, era más fe­liz cuando podía darle un puñado de sal al chivo y que se lo lamiera en la mano.

-Conozco -dije y alcé aparatosamente un dedo que no expresaba nada-. ¿Pero no hubo una pri­ma? Piense. Una parienta de Rita que fue a Bue­nos Aires para relevarla de la esclavitud al chivo y que volvió a Santa María, con la bestia, tal vez perseguida por ella, para asegurarse el consuelo de la tierra natal en la muerte. Piense y dígame.

Encendió un cigarrillo, cuidadosamente, junto a mi cara, y el humo quebró, ondulante, su expresión de desdén y tortura. No me creía; aguardaba que la indignación lo liberara del desconcierto. Se en­derezó y estuvo sacudiendo la cabeza, desaprobatorio y superado.
-¿Así que eso le contó Jorge? No me asombra, mirando bien. Porque él se portó como un hijo de perra. ¿Qué le dijo de mí?

-Casi nada. Usted aparece, no más, en el prin­cipio de la historia.

La sonrisa que hizo, lenta, era tan sórdida, tan llena de rencor, que, pensé, debía estar recibiendo contribuciones, además del padre, de un Perotti a­buelo.

-Vamos por partes -empezó-. Yo la encontré a Rita y me fui a dormir con ella. A la pieza, claro, porque qué se podía hacer con el chivo. La encontré, fuimos y le pagué. Ella lo hacía con to­do el mundo; el chivo y el cuento del viaje no eran más que un pretexto para salvarse si aparecía un vigilante. Era muy distinto que la llevaran presa por hacer el cuento que por levantar hombres.

Estaba ahora más rojo en la suave penumbra de la siesta en el mercado, conteniendo la excitación, aprendiendo a manejar el odio para descargarlo con más eficacia.

-Sí -murmuré-. La versión de Jorge Malabia no niega explícitamente ese principio. Pero yo es­toy interesado en la prima. ¿Está seguro de que fue Rita y no ella?

-¿La prima? Apareció al final, cuando Rita ya estaba desahuciada. Se llamaba Higinia, una gor­dita oscura pero muy linda. Estuvo unos días ha­ciendo la comedia de la enfermera, cuidando a Rita y el chivo, y, tal vez, también a Jorge. Jorge tenía entonces una enfermedad misteriosa. No sé si le dijo que perdió un año de Facultad y que los pa­dres creen que está en Tercero cuando todavía no aprobó todo el segundo. La prima debe andar por las salas de baile de Palermo o alguno la mantiene porque era de veras linda si la bañaban. La prima estuvo unos días haciendo la santa; pero se orientó en seguida, con un instinto de animal, y desapareció. Una vez estuvo de visita, con uno de esos autos que se alquilan por día y con chofer. Trajo paquetes, comida y regalos; y vaya a saber si no vino para exhibirse delante de la Rita.

“Por vanidad, por revancha, y no sólo frente a Rita, ya que Rita simbolizaba para ella Santa María, la infancia, la miseria; o por cariño, para mostrar y tal vez demostrar que era posible, fácil, no prolongar en Buenos Aires la miseria de aquí.

“Aunque la Rita ya no estaba para esas exhi­biciones ni para nada. Yo había ido esa tarde, era un sábado, aunque caía rara vez por la pieza. Iba, más que nada, a insultarlo a Jorge, o a sentarme en los pies de la cama y mirarlo sin más. El sa­bía todo lo que yo estaba pensando y diciéndole. La Rita recibió a la otra sin comprender del todo. Ya estaba muy enferma y deliraba despierta. Le debe haber parecido que le estaban contando un cuento de hadas, si es que alguna vez se lo contaron. El vestido de la otra, la Higinia, y también guantes y sombrero, y los paquetes que traía, de comida para gente harta y no para hambrientos. Sin hablar del automóvil y el chofer con uniforme. Subió y dieron una vuelta. Así es, y al que desmienta le rompo la cara: la Higinia hace la puta fina, espero, y debe tener cuerda para rato. No estuvo más que unos días, dos semanas, en la pieza, cuidando a los tres, ella, él y el chivo hediondo. Cuando se olvidaban de la sal el chivo atropellaba para lamerles la piel. Veinte veces les dije, primero en broma, después en serio y otra vez en broma, que le cortaran el cogote y se lo comieran. La primera vez que lo dije en serio ella se me vino encima con un cuchillo. Y él, Jorge, todo el tiempo tirado en la cama con las manos en la nuca, mirando el techo, mientras la mujer se moría de tos y de hambre. Así es: sólo, exclusivamente, reventó la Rita. Se vino con el chivo a Santa María el verano de la muerte de mi padre y cuando Jorge volvió para las vacaciones pudo verla vivir un par de días y después pudo pagarle el entierro. Como un señor. Lástima que ella esté muerta y que la culpa sea de él. Se lo he dicho, no tengo inconveniente en repetirlo. Porque él, mi amigo, sin necesidad ninguna, por puro juego, se dedicó a vivir de ella, de lo que ganaban, con limosnas, mentiras o pindongueando, Rita y el chivo. Porque ya no tenía que pagar pensión, vivía en la inmunda pieza de ella, o de ellos. Con el dinero que le man­daba el padre podía haber alimentado a Rita (y al chivo, claro) de manera decente; podría, tal vez, haberla curado. Pero él se estaba casi día y noche tirado en la cama, mirando las mugres suce­sivas de los techos (se mudaban, aproximadamen­te, cada mes) esperando que ella volviera hacer la calle trayéndole una botella de vino y algún paquete grasiento de comida. Se había arreglado con el dueño de un kiosko de diarios en Constitución; le cobraba dos pesos por cuidarle el chivo, o tenerlo atado a un árbol, mientras ella iba a trabajar con un hombre. “Sos un rufián”, le decía las pocas veces que me daba por visitarlo. Y no tengo in­conveniente en decírselo frente a usted. Él tirado en la cama, barbudo y sucio, repitiendo como saludo cuando yo entraba, o después de una frase larga en que lo había insultado en diversas formas que no puede tolerar un hombre, por joven que sea: “¿Tenés un cigarrillo?” Usted no puede en­tender y no va a creerme. Pero no era otra cosa; creía ser Ambrosio, estoy seguro, el hombre que inventó el chivo. Y como Ambrosio había vivido meses explotando a la Rita hasta que se levantó una noche o una mañana con la revelación del chi­vo, con aquel grotesco eureka, Jorge tenía que ha­cer lo mismo, vagar y explotar, mirar inmóvil los techos hasta que uno de ellos dejara caer sobre él un prodigio semejante. No sé qué prodigio, no puedo imaginarlo, y tampoco él pudo; tal vez una paloma para llevar en el hombro o una serpiente que le envolviera un brazo o un tigre bramador. Y como no pagaba pensión, como no necesitaba dinero para nada, los cheques, además de las car­tas, que le llegaban al hotel donde yo seguía viviendo, tenía que llevárselos a cualquiera de las piezas de ladrillos o de adobe donde él vigilaba el progreso de las telarañas en los cielorrasos. “¿Tenés un cigarrillo?”. Con aquel dinero, se me ocurre, podía haber salvado a Rita o ayudarla a vivir más tiempo. Pero todo era una farsa tan imbécil como inmunda. Él, Jorge, aunque trans­formado en el Ambrosio que no conoció nunca, lo sabía. Estaba seguro de que no había nada para encontrar en aquella vida; no ignoraba que la mu­jer se estaba muriendo. Por eso inventó enterrar a la prima, Higinia; porque al fin, después de un año de perversidad, de bravata, de estupidez, el asunto le quedó demasiado grande y no pudo soportar el remordimiento. Lo hubiera oído antes, antes de Rita y de Buenos Aires, cuando discutíamos de mil cosas, en la madrugada, en el garaje de casa: “Nunca me podré arrepentir de nada porque cual­quier cosa que haga sólo podrá ser hecha si está dentro de las posibilidades humanas”. Era su le­ma, digamos. Lo había pintado en una cartulina, lo clavó el primer año encima de su cama en la pen­sión. Yo lo aprendí de memoria y muchas veces me burlé de él, repitiéndoselo cuando lo veía vacilar por una razón moral. Es fácil decir cosas. Pero aquel año, con Rita, aflojó frente a la tenta­ción de vivir dentro de la irresponsabilidad de a­cuerdo con el lema que vaya a saber a quién se lo robó. Entonces, el dinero que le mandaban de Santa María lo regalaba a los comunistas o a los anarquistas; a un loco o un pillo que aparecía ca­da principio de mes, cualquiera fuese el lugar a donde los hubieran desplazado con el chivo in­mundo y por su culpa. Un petizo de sombrero, muchas veces lo tengo visto, de voz suave, con una sonrisa que iba a conservar aunque lo golpearan. Trataba de conversarlo, pero él, Jorge le entregaba el cheque endosado y volvía a mirar el techo como si el otro no estuviera, hasta que se iba. Y yo digo: como tenía conciencia todo el tiempo de estarse portando con la Rita como un hijo de perra, regalaba aquel dinero para tranqui­lizarse, para poder estar seguro de que no iba ga­nando nada en el asunto. Yo lo insultaba y al fi­nal pensé en serio que estaba loco; pero no. Y ahora me acuerdo de lo más divertido, o lo más importante de la historia, de la verdadera, de esta que le estoy contando. Déjeme aclararle primero que yo seguí acostándome con Rita cuantas veces tuve ganas o cuando sabía que los pesos que le daba eran necesarios para ellos. Todo esto sin que él lo supiera; él, que había hecho y lo mantuvo por tiempo, un misterio de sus relaciones con la mujer. Lo que llamo importante, lo que sirve para comprender por qué pretende haber enterrado a Higinia en lugar de Rita, es esto, este recuerdo de vergüenza del que nunca, por lo menos hasta hoy, volví a hablar. Apareció un día, al anochecer, en la pensión, vestido como lo que fue siempre, a pesar de todo, a pesar de las poses; un hijo de ricos. Durante toda la peregrinación de un barrio a otro conservó envueltas en hojas de diarios su ropa. Los pantalones sucios y la camisa de obrero y las alpargatas con que se vestía para estar tirado en la cama eran nada más que el uni­forme de la angustia, de la miseria que se había inventado. Vaya a saber por qué; aunque, pensando, es posible descubrir. El uniforme de Ambrosio, tal vez; del Ambrosio que nunca llegó a conocer. Aquella vez no me pidió cigarrillos; tiró sobre la cama un paquete de Chesterfield y no quiso sentarse. Habló de cualquier cosa y yo le contestaba esperando. No fue ni al final de su vida con la Rita ni al principio; creo que por entonces vivían, después de Chacarita, por La Paternal. “Vas a decir que es piedad –dijo- pero es otra cosa. No sé si podés comprenderla, no soy capaz de explicártela”. Quería casarse con la Rita. Me pidió que averiguara con algún profesor de la Facultad cómo podía hacerlo sin intervención de los padres. Era, claro, menor de edad y me dijo que también era menor la Rita; aunque es difícil. Le averigüé que no; le presenté, porque insistía, a Campos, de Derecho Civil. Supe que había terminado insul­tándolo, con un ataque de histeria, porque el otro, Campos, quiso aconsejarlo, le habló como un pa­dre. Usted ya lo dijo: es difícil, casi neurasténico. Entonces yo creo que la mentira del entierro de Higinia proviene de esto, de esta vergüenza que quiere olvidar, suprimir. ¿Me entiende? Un afán de negar. Ya se lo había notado, a pesar de que rara vez hablamos de eso; o ya, ahora, ni habla­mos. El cree que hace diferencia tener un abuelo nacido en Santa María.

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