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ESTHER MEYNEL - LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH . 2


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DE CÓMO EL MAESTRO DE CAPILLA JUAN SEBASTIÁN BACH, EMERGIÓ, COMO SAN JORGE, DE LOS SONIDOS DEL ÓRGANO, Y LA SOLITARIA OYENTE HUYÓ, ESTREMECIDA, DE LA IGLESIA; Y DE CÓMO LA JOVEN MAGDALENA LLEGÓ A SER LA ESPOSA DEL PRODIGIOSO MÚSICO Y LE COMPRENDIÓ DEL TODO PORQUE LE AMABA

Hoy ha venido hasta mi soledad una visita que me ha alegrado el corazón: Gaspar Burgholt, el discípulo favorito, que también se ha hecho ya viejo, de mi querido Sebastián, había hecho indagaciones para dar con mi paradero, y ha venido a visitarme. Realmente, ha tenido que buscar bastante para encontrar a la anciana señora de Bach en su abandono y pobreza; porque, ¡ay!, ¡qué pronto se han olvidado los días felices de Bach! El anciano y yo teníamos muchas cosas de que poder conversar. Me ha hablado de sus modestos éxitos artísticos, de su mujer y de sus jóvenes hijos, pero de lo que más hemos hablado es del que ya se fue: de su maestro, de mi esposo. Después de recordar muchas cosas deliciosas de aquellos años maravillosos, ha pronunciado Gaspar unas palabras que podrán dar, de pronto, un alto sentido a mi humilde destino de hoy.

-¡Escriba usted -me ha dicho- una crónica sobre el gran hombre! ¡Usted le conoció como nadie; escriba todo lo que recuerde de él! ¡Estoy seguro de que su fiel corazón no habrá olvidado mucho; escriba usted sobre sus palabras, sus miradas, su vida y su música! ¡Los hombres desatienden hoy su recuerdo, pero no lo olvidarán para siempre! La humanidad no podrá guardar silencio sobre él durante mucho tiempo, y le quedará agradecida por lo que haya escrito.

Estas han sido las palabras de Gaspar; y, en cuanto se ha marchado, he corrido a escribirlas, porque se realice o no lo que se ha dicho respecto a la posteridad, será para mí un dulce consuelo, en mi soledad, el obedecer a sus palabras. Conocía muy bien a Sebastián y lo respetaba, como todos sus alumnos con edad suficiente para comprender su grandeza… pues, para Sebastián, sólo eran una plaga los chicos desaplicados de la escuela de Santo Tomás.

De todo lo que Sebastián poseyó no me ha quedado casi nada. Todas las cosas de valor tuvieron que ser vendidas para repartir su importe entre los muchos que quedamos. ¡Qué amargura sentí al no poder conservar su tabaquera de oro y ágata, que tanto le gustaba, que tantas veces vi en sus manos y que tanta veces llené de rapé! Pero la consideraron de excesivo valor para dejársela a la viuda, y la vendieron para repartir su importe entre nosotros. Mas, aunque no tengo ningún objeto que me lo pueda recordar, bien sabe el cielo que no es necesario, pues me basta con el inestimable tesoro de los recuerdos que descansa en mi corazón. Pobre como soy, y olvidada, y viviendo de las limosnas de la ciudad de Leipzig, y vieja -ayer cumplí los cincuenta y siete años, y sólo soy siete años más joven de lo que era él cuando se marchó de entre nosotros- no quisiera dejar de ser lo que soy ahora, si hubiese de comprar la más hermosa y honorable vejez al precio de no haber sido su compañera. No considero completamente felices más que a dos mujeres en toda Turingia: su prima María Bárbara Bach, que fue su primera esposa, y yo misma, su segunda mujer. Nos quiso a las dos, pero a veces pienso, con una sonrisa, que a mí me quiso más; al menos es seguro que, por bondad de la Providencia, me quiso durante más tiempo.

No estuvo casado con María Bárbara más que tres años, y la pobre murió mientras él estaba de viaje con el príncipe Leopoldo de Anhalt-Cöthen. Su hijo segundo, Manuel, a pesar de lo joven que era en aquella ocasión, no ha podido olvidar nunca el dolor de su padre cuando, a su regreso, encontró a sus hijitos huérfanos y a su mujer, a la que había dejado feliz y sana, bajo la tierra. ¡Pobre Bárbara Bach, que tuvo que morir sin la despedida y la última mirada de Juan Sebastián!

¡La primera mirada que yo le dirigí! ¡Cómo desaparecen los años ante mis ojos, al pensar en ello, y con qué claridad se me presenta todo! Mi padre que, en su bondad, me llevaba con frecuencia en sus viajes (sobre todo cuando se trataba de cosas de música, porque conocía mi amor por ese arte celestial) quiso que le acompañase en su viaje a Hamburgo, en el invierno de 1720, para visitar a mis tíos abuelos. En la iglesia de Santa Catalina, de Hamburgo, había un órgano muy hermoso, con cuatro teclados y un pedal, y del que había oído hablar mucho a los amigos de mi padre aficionados a la música. El segundo día de mi estancia en Hamburgo salí con objeto de hacer compras para mi tía abuela y, al regresar a casa, al pasar por la iglesia de Santa Catalina, entré un momento para contemplar el órgano. Cuando abrí la puerta, oí que alguien tocaba y, de pronto, desde la oscuridad, llegó hasta mí una música tan maravillosa que pensé que estaría sentado un arcángel al teclado. Me deslicé silenciosamente hacia el interior y me quedé escuchando, de pie. Levanté la vista hacia el órgano, en la galería occidental; los grandes tubos se lanzaban, formando torres, hacia la bóveda, y, más abajo, las hermosas tallas del órgano brillaban en color castaño y oro; pero el organista quedaba invisible a mis ojos. No sé cuánto tiempo permanecí escuchando en la iglesia, pues no era más que oídos y parecía haber echado raíces en las losas, perdida completamente la noción del tiempo.

Estaba tan ensimismada con el encanto de aquella música que, cuando terminó con una serie de acordes que atronaron el espacio, seguí inmóvil mirando hacia arriba, esperando que, de los tubos, ascendiese otra armonía celestial. Pero, en lugar de eso, apareció en la tribuna el organista mismo y se acercó a la escalera que bajaba del órgano. Su atención se fijó en mí, que seguía mirando hacia arriba. Le contemplé durante un momento, tan asustada de su repentina aparición que no podía ni moverme. Sin duda, después de escuchar una música tan divina, esperaba ver bajar del órgano a San Jorge y no a un hombre. Pero, inmediatamente, me eché a temblar; cogí el manto, que se me había caído al suelo y, con un estremecimiento inconcebible de horror, salí corriendo de la iglesia. Cuando, una vez fuera, me sentí segura, yo misma me asombré de mi conducta tan tonta, pues ni siquiera mi tía abuela, tan severa, hubiera encontrado nada deshonroso en que una muchacha entrase en una iglesia y escuchara la música del órgano.

No sospechaba quién pudiera ser el organista; pero cuando, durante la cena, conté a mi padre aquella aventura -al referírsela me callé la mirada, el temblor y la fuga- exclamó:

-No puede haber sido más que el Director de orquesta del duque de Cöthen, Juan Sebastián Bach. Tiene que tocar mañana el órgano de Santa Catalina ante el señor Reinken, y yo, con otros señores, estoy invitado a oírle. Ya le diré cómo le gusta su música a mi hijita. Si alguna vez te oye cantar, mi pequeño ruiseñor, tal vez componga alguna cancioncita para ti.

Rogué a mi padre, con un rubor que hacía aumentar mi turbación, que no le dijese nada al Maestro de Capilla; pero cuanto más enrojecía, más alegre se ponía mi padre, y acabó por decirme que debía de haber perdido mi corazón entre los faldones de la casaca del organista, pues no era concebible que, mientras tocaba, hubiera podido verle la cara, y añadió que el señor Bach no tenía fama de dedicar miradas amables a las chicas.

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