domingo

ROUNDS DE CARIÑO CON ONETTI (2) - Hugo Giovanetti Viola


(texto publicado por la revista mexicana Plural en 1983 con el título de Algo más sobre Onetti)

Un desafío a cuchillo

El día que me enteré que Onetti no había leído La motocicleta de Pieyre de Mandiargues, le regalé un ejemplar hermosamente dedicado, ya que mi padre se tomó el trabajo de acuarelar en la primera página un escudo de Santa María y otro de Villamar, al lado de las estupideces que debo haber escrito yo. (Me acuerdo que en uno de los casilleros del escudo sanmariano figuraba un inmaculado jazmín. Villamar, hay que aclarar, es el nombre de la ya fenecida ciudad mítica que amarillea en las páginas de mis dos primeros libros de narrativa).

Una lluviosa noche invernal Dolly me abrió la puerta y me invitó a comer una milanesa con ella mientras esperábamos a Juan que, inconcebiblemente, había ido a trabajar. Hablamos de la piedad y de cinco pañuelos -muy baratos, muy blancos- que le acababa de comprar a su padre en una liquidación, para llevárselos a Buenos Aires. “Pobrecito” dijo Dolly, cuando entró el Viejo con cara de capitán de Conrad: “No llevaste sombrero. Te habrás empapado”. Onetti siguió de largo para el dormitorio y al rato pude entrar y preguntarle al buda extendido en piyamas qué le había parecido La motocicleta. El Viejo alargó tanto el silencio para lograr el efecto (Díaz Grey dixit) que Dolly tuvo tiempo de informar: “Le recortó la primera página al libro porque dice que no es digno de tu dedicatoria”. “Merde” protestó el Viejo: “¿Hasta cuándo van a seguir jugando al objetivismo, estos franceses? ¿Qué es lo que siente la muchacha cuando le bajan el cierre metálico, eh? Al lector hay que darle”. Y les pegó un manotón a los cinco pañuelos que le mostraba Dolly. “Me vienen fenómeno” dijo sin dar lugar a protestas.

A lo mejor fue esa noche que me regaló un ejemplar de Laura de Vera Caspary (sin tapas y con anotaciones) del que hablaré después, o El diablo y la dama de Raymond Radiguet con un Debolber, please inscripto a lápiz en la primera página. O a lo mejor esa noche no me regaló nada que no fuese su tiempo, sencillamente. Uno no estaba capacitado para entender, en aquel entonces, que regalarle tiempo a alguien (y digo regalar: digo ponerse en cuerpo y alma a la disposición de alguien, sin afecto, interés o ambiciones mediantes) es el acto de amor más grande y más anónimo practicado por cualquier animal de la escala zoológica. Y si he dicho que aquel viejo de cara caballuna -cara que debe seguir enamorando inexplicablemente, a la corta o a la larga, a preciosas mujeres- podía llegar a parecerse a Polanski, también hay que decir que podía ser capaz, cuando andaba derecho, de ponerse a la altura del “sospechado hijo de la paloma”, como él mismo ha llamado por escrito al maestro que nos hizo cambiar el recuento de los siglos. Este cronista sabe que en treinta y cuatro años de vida solamente Jesús y Juan Carlos Onetti le han reclamado con convincente furia el desprendimiento de la egolatría, por ejemplo. (“Decime, nene: ¿no podés hablar de otra cosa que no sea de vos mismo aunque sea cinco minutos?” me preguntó una vez, como espantando moscas. “¿Yo?” le protesté: “Yo?”.) Sin embargo, la noche que le dije -de espaldas al parqué, indefenso y mareado- que Buda no tenía nada que hacer al lado de Jesús, el Viejo se levantó de la cama parsimoniosamente y volvió de la cocina con dos huevos en una mano y un cuchillo en la otra. “Si tenés de estos vení” ladró, casi queriéndome.


María Esperanza y Job

Anuncié -amenacé- que iba a hablar de dos libros, y no tengo más remedio que hacerlo. Allá por sesenta y pico me traje de la casa de Ayax Barnes un ejemplar de El nfierno tan temido (ediciones Asir) que contenía un extraño documento: un final agregado a Mascarada de puño y letra del Viejo que esclarecía completamente el cuento, publicado por primera vez en la década del cuarenta. Nunca llegué a saber qué hacía ese libro allí. Al igual que los Barnes -y lo que es más interesante, al igual que Juan Carlos Onetti- no le di demasiada importancia al asunto. Lo mismo me pasó con el pintoresco ejemplar de Laura que me regaló el Viejo, donde estaban anotados a lápiz, en la primera y última páginas, los tanteos realizados para encontrarle un título a La cara de la desgracia. Con el tiempo, con el desasnamiento, me di cuenta que la mayoría de los títulos candidateados (que en un principio me parecieron, con algunas excepciones, no tan inadecuados como incomprensibles) eran citas de Job. Me acuerdo de unos cuantos: La prueba del inocente, Levantarás tu rostro limpio de mancha, Qué es hombre para que sea limpio, Hasta su silla, El hablar de los astutos, Los días del impío, La cama en la tinieblas, Para una infanta.

Años después se los presté a un exégeta que era, debe de seguir siendo una buena persona aunque algo desprendida, como se podrá ver. Porque el error estuvo en comentarle el asunto -por inocente generosidad y, para qué negarlo, un trasfondo de orgullo- a otra clase de exégeta. Cuando volví de Europa, a fines del 74, encontré una edición de los cuentos completos de Onetti donde figuraba el esclarecedor final de la aventura de María Esperanza. El libro estaba precedido por agradecimientos a distintas personas que colaboraron en la compilación. Agradezco al exégeta Nº 2 (el homúnculo creativamente castrato) su no agradecimiento. En lo que tiene que ver con los libros desaparecidos, hay una noticia estimulante para darle al ladrón: por El infierno tan temido le corresponden -y ya es mucho- cien años de perdón. Del otro libro, menefrego. Nadie que sea feliz y ame a la vida en paz y consuma su tiempo tratando de defender a su manera la pureza de todos, se puede enamorar con seriedad de ningún papelito, o ensuciarse por él. Onetti bien lo sabe. Y no estoy predicando.

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