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RICARDO AROCENA - CRÓNICAS DE LA PATRIA VIEJA / LOS DELIRIOS DEL CAPIITÁN LORENZO



El Capitán José María Lorenzo está sentado en un rincón del calabozo. Respira con dificultad y siente el latir del corazón. Fuma. Es uno de los pocos recursos con que cuenta para calmar la incertidumbre, mientras espera los nuevos interrogatorios.

Desde hace 20 días viene sufriendo apremios físicos y psicológicos de parte de sus captores, que lo acusan de haber intentado desertar a Buenos Aires para incorporarse al proceso insurreccional que sacude la región platense. Por tal motivo y mientras dure el juicio, deberá permanecer engrillado e incomunicado en una de las lóbregas y húmedas mazmorras de la Real Cárcel de Montevideo. Así lo ha dispuesto el Tribunal.

Mientras exhala el humo recorre con sus ojos el entorno: a poca distancia otro oficial dormita cara a la pared. Está enfermo. Entre ambos hay una mesa adonde guarda algunos de los pocos objetos que le permitieron conservar, todo lo demás le fue requisado en el momento de la detención.

Lorenzo siente pasos en el corredor y le gana el desasosiego, pero esta vez no es más que el cambio habitual de custodios que se produce cada dos horas. Tienen la orden de fiscalizar que la incomunicación se cumpla drásticamente como forma de “ablandar” al prisionero. No se trata solamente de evitar que intente complotarse con los otros encausados, algo imposible de realizar por otra parte: el objetivo es reducirlo psicológicamente, debilitarlo, encerrarlo en sí mismo y por eso cada nuevo vigilante observa meticulosamente sus movimientos.

A través de aquellos ojos que van rotando lo mira el poder, un poder del que no puede escapar y al que nada escapa, un ojo supremo que pretende negarle el más esencial estado de armonía. Pero por lo menos mientras esté en aquel inhóspito lugar no será interrogado, no tendrá que cuidarse en sus declaraciones, ni que enfrentar a aquellos hombres que lo acosan con preguntas.

Durante el interrogatorio entró en contradicciones y por lo tanto será sometido a nuevas instancias y careos. Y eso lo pone en tensión. Lo angustia pensar que lo esperan jornadas interminables y el riesgo de acabar perjudicando a alguno de sus compañeros. Es que en la estrecha y silenciosa celda el enemigo acecha agazapado dentro de uno mismo.

Enciende otro cigarro y mira al humo huir hacia la nada, hacia un lugar que nadie controla y por un momento sus ojos persiguen la bocanada con envidia. Quisiera poder desvanecerse igual que el humo y escapar entre los barrotes, hacia una libertad a la que absurdamente presiente cerca y lejos a la vez.

Quisiera que lo olvidaran. Pero nada de eso es posible y en cualquier momento la guardia abrirá la puerta y todo comenzará de nuevo. A Lorenzo todo le resulta irreal, absurdo, extraño. Está detenido por orden de autoridades que hasta hacía bien poco habían sido sus jefes. El mismísimo Virrey Elío que elogiaba su “exactitud y esmero”, seguía de cerca el proceso entablado en contra suya y de sus camaradas.

Al jerarca lo trastornaba la información de la caída en manos insurgentes de Capilla de Mercedes y la muerte de “porción de sarracenos”, por eso exige, en caso de comprobarse la deslealtad, castigos ejemplarizantes. Es un hombre precipitado y resentido, al que en las situaciones de tensión lo gana la irracionalidad. Y es capaz de cualquier acción desmedida.

Lorenzo no puede evitar repasar su vida. Los recuerdos le llegan en oleadas. Tiene 29 años. Desde muy joven y durante 10 años, fue miliciano de comercio de Montevideo, hasta que los ingleses atacaron Buenos Aires, allá por 1806, entonces no vaciló en alistarse en el Tercio de Voluntarios Urbanos de Galicia para defender la ciudad.

Las tropas británicas fueron vencidas tras 45 días de combate por un ejército proveniente de Montevideo, comandado por Santiago de Liniers, que contó con el apoyo de milicias populares porteñas, en las cuales estaba Lorenzo. Combatieron juntos en Retiro y Los mataderos de Miserere. Y el jerarca elogió su entrega.

El recuerdo lo tranquiliza. Se ve en combate en la calle La Merced. “No fue fácil, hubo que colocar la bandera blanca en el Fuerte y luego pasar al muelle para subir a bordo de un bote hasta las embarcaciones inglesas” -murmura.

El centinela hace un esfuerzo para escuchar lo que el prisionero susurra y hacerlo llegar a los superiores, pero Lorenzo no lo nota. Y sigue recordando en voz baja. Ahora se ve rodeado por las llamas en la sumaca Belén, incendiada por los gringos. Pero con el apoyo de sus soldados logra aplacarlas. El fuego imaginario lo saca por un instante de las penumbras de la prisión.

Después había venido lo de Martín Chico, con posterioridad a la caída de Colonia en manos inglesas. Le habían ordenado que vigilara desde ese puerto estratégico el movimiento de los buques enemigos y que impidiera el desembarco de tropas por aquel lugar. Posteriormente y bajo el mando de Elío intentó evitar, sin éxito, la capitulación de Montevideo. Finalmente lograron detener a los invasores cuando estos intentaron ocupar Buenos Aires.

Pero ahora todo cambió. El Capitán siente vértigo y la boca seca y ya no soporta la mirada tenaz del centinela que le parece que enreda sus movimientos. Los nervios lo agotan y se levanta de la cama. Tiene hambre. Pero la enérgica voz del centinela lo detiene. “Voy por un pedazo del pan que está en el cajón de la mesa”-explica el detenido. Y vence la resistencia del vigilante.

Mientras lo troza está a espaldas del cancerbero. La hogaza le provoca sentimientos contradictorios de placer y de rechazo, tiene el estómago revuelto. Ya no es dueño de sí mismo. A partir de este momento entre él y la realidad hay una vaga nebulosa. ¿Qué es real y qué fantasía? Ve su cuerpo dirigirse al centinela para solicitar fuego. Pero ¿es su cuerpo o un simple espejismo? Le parece que los grilletes que lo unen al catre le impiden caminar y que cae al suelo. Le parece sentir un líquido espeso correr por su frente.

Le parece que lentamente vuelve a la cama y que se tapa con una manta. Pero no recuerda nada más, solamente que su cabeza, protegida por un capote, gira rumbo a un pozo oscuro. No sabe cuánto tiempo ha pasado, pero súbitamente le gana la sed y percibe su cuerpo arrastrándose por el piso hasta una cubeta. Luego de beber, vuelve a la cama y se sumerge en una dimensión desconocida que le introduce tranquilidad. Mejor refugiarse en la oración o en el recuerdo del calor de los afectos, o en ambas cosas a la vez. Ahora sí se puede escapar adonde nadie lo siga, adonde nadie lo alcance, adonde nadie lo obligue. Lejos de aquel lugar.

Las extremidades no le responden y la calentura lo empuja al delirio. Todo acaba. La fiebre y la alucinación han ganado la partida. Se ve en la campaña con el Virrey, batiendo a los insurgentes de Buenos Aires, que lo hacen prisionero y lo llevan para ejecutarlo. Mejor así. No habrá más careos ni interrogatorios.

Entre sueños le parece oír que el centinela se ríe de sus convulsiones y que llama a otro soldado para burlarse juntos, hasta que el grito del que llega lo golpea. Al parecer está llamando al Sargento de Guardia para decirle algo sobre dos heridas, una en el cuello y otra en el hombro. Están aterrados y no paran de repetir que deberán responder ante los jefes, porque la vida del prisionero es su responsabilidad. Lorenzo goza de su momentáneo triunfo hasta que unos brazos fuertes lo traen a la realidad. Abre los ojos. Cinco hombres lo rodean. Lo dan vuelta con energía. Abajo del estómago le encuentran el cuchillo.

Cuando llega al Hospital Real de Montevideo, el Capitán ha perdido el dominio de sí mismo. Está frenético. Los médicos diagnostican “intento de suicidio”. Una de las heridas le afecta la tráquea y le provoca una densa hemorragia, que amenaza con ahogarlo.

Débil y sin conocimiento padece en el nosocomio durante 24 días, hasta que el cuerpo médico decide que la herida en la cabeza está sanada y que la del cuello cicatriza normalmente, por lo que el detenido se encuentra “despejado y dueño de su juicio” y puede declarar ante el Tribunal.

El Capitán no ha podido escapar. Ha ganado la realidad. Ya no podrá esconderse entre las enramadas de la demencia ni de la muerte. Es el 14 de mayo de 1811. Hace más de dos meses que está cautivo. Son las tres de la tarde cuando los fiscales llegan hasta él: para su desesperación los careos e interrogatorios, continúan.

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