jueves

JUAN GELMAN, EL VUELO DE LA LENGUA ENTRE PÉRDIDAS Y DERROTAS (2)


Por Javier Lostaté
(Turia / 88)

Juan Gelman  trepana el lenguaje con las vicisitudes de la existencia, busca la máxima precisión al nombrar exigida por la poesía, por eso en Cólera buey (de nuevo la contradicción), una de sus obras mayores, aparecida en 1965 en La Habana, y revisada y ampliada en la edición bonaerense de 1971, se producen una serie de movimientos sísmicos en el idioma empleado, consistentes en la transformación sin normas  de la morfología y la sintaxis, la creación de neologismos y la ausencia de puntuación, acompañados de la invención de seudónimos. Todo lo cual nos plantea interrogantes sobre los resortes íntimos de esta revolución lingüística.

El título Cólera buey habla de cólera castrada, que fue una experiencia de vida. Me fui del partido comunista convencido de que obedecía a oportunismos varios, como antes señaló, y la revolución cubana, igualmente ya citada, nos mostró a muchos que ese sueño era posible en América Latina. Pero no encontrábamos la manera de llevarlo a cabo en Argentina y pasé un largo período de desorientación política que coincidió con situaciones personales difíciles. Mi poesía se encerró en un intimismo estéril. La intimidad, desde luego, forma parte de la subjetividad, pero no es toda la subjetividad, es un territorio mucho más amplio. Inventé entonces unos sosias que me ayudaron a salir de la clausura en que me había encerrado yo mismo: un inglés John Wendell, primero, luego un japonés, Yamanokuchi Ando y por último el estadounidense Sydney West. En el camino Dom Pero, un presunto poeta español del siglo XV. No son heterónimos, como los de Pessoa, son seudónimos que me permitieron romper el cerco y recorrer otras obsesiones. Tropecé además con los límites de la lengua, no alcanzaba palabras para esa  cólera castrada. Y sí, es el afuera que interviene en uno, sacude la vida, marca a la expresión. Esto se acentuó durante mis catorce años de exilio, llenos de dolor, impotencia, indignación y odio. Las furias y las penas, que decía Quevedo.

Cólera Buey está compuesto por un poema al comandante Guevara y por  textos de nueve libros inéditos con vibraciones muy diferentes, acompasadas a la diferente tensión anímica del autor en cada momento, donde se entrecruzan, según señala Miguel Dalmaroni, “discursos heterogéneos, como lo público y lo íntimo, la política y la literatura, o lo narrativo y lo lírico”; “convivencia -añade Dalmaroni-  que será ya el sello identificativo del conjunto de su obra”. A lo que se añaden dos tipos de escritura: la que implica directamente al propio Gelman, y la que surge del desdoblamiento en otros “yoes” (con el resultado de extrañamiento) y la alteración de los espacios y los tiempos. A este segundo tipo pertenecen  los libros Traducciones I. Los poemas de John Wendell; Traducciones II. Los poemas de  Yamanocuchi Ando y Traducciones III. Los poemas de Sydney West, poemas estos últimos que constituyen historias narradas en tercera persona, donde se  lamenta la muerte de una serie de habitantes de Melody  Spring o Spoker Hill, que podríamos ubicar en el Medio Oeste de los Estados unidos si no fuera porque el propio Gelman nos avisa, no sin cierto humor, de que se trata de “un pueblecito del sur de la provincia de  Buenos Aires”, y de que detrás de Sydney West quizá haya un argentino, porque -afirma- “el libro respira los problemas, la atmósfera y el idioma de los argentinos, o no”. Los poemas de Sydney West, declara Alicia  Borinsky, “nos ofrecen un espacio utópico que desarrolla la capacidad disociativa de lo fantástico y donde se nos asegura que hay lugar para el cuchicheo, para las parodias de la traducción y para esa gran fiesta íntima a la que nos invita el escritor argentino cuando entramos en su juego”. Valgan  como ejemplo estos versos: “Cuando Gallager Bentham murió / se produjo un curioso fenómeno: / a las vecinas les creció el odio como si hubiera aumentado la papa / feroces y rapaces comenzaron a insultar su memoria / como si el deber obligación o tarea de gallagher Bentham / fuera ser inmortal”.


En Cólera Buey, aparte del compromiso político, el cuerpo de la mujer  es fundación, cobijo, inundación animal, resplandor, ternura, placenta de los sueños, lugar sin geografías del amor, incendio de un mundo en libertad: “sonríe como un cómplice / bajo el calor suelta sus animales bellos desnudos indolentes / y recorren la tierra llenándola de ansias de carne en libertad/ ella prepara sus abismos/ ninguno la conoce/ en la mitad de la noche me despierta la oigo cómo enciende su furor / y las crepitaciones / de rostros que ella quema lentamente / contra su voluntad”. Por último, en esta obra central por todo lo ya dicho, se acentúa el convencimiento de que la creación poética es el resultado de una suma de voces.

La poesía debe ser hecha por todos y no por uno, pedía Lautréamont. De algún modo es así, aunque los poetas sean pocos. Los pueblos crearon y siguen creando las lenguas y quién sabe cuántos antepasados hicieron la palabra “mar”. Pero hoy el autor no desaparece, aunque la suya sea una voz más. Un poeta es cualquier hombre, pero cualquier hombre no es un poeta, decía Raúl González Tuñón. El sueño de todos: desaparecer en el anonimato y que la gente recuerde o diga sus poemas sin conocer el nombre del autor. Le sucedió a González Tuñón durante la guerra civil española.

Coincidiendo con la publicación ampliada de Cólera Buey aparece Fábulas, en 1971, poemario con atmósfera onírica, presencia de lo mágico y una potente imaginación, donde continúa esa cirugía a que somete el lenguaje Juan Gelman, en este caso el cambio de género (“las pechos tristes”, “una camino”), que  tiene como consecuencia la incorporación  de  la realidad en toda su complejidad, física y psíquica al poema. Operación realizada -afirma el autor-“sin perseguir objetivo alguno. La poesía no es cuestión de voluntad y el mejor momento es cuando ella nos mueve la pluma”. Movimiento  umbilicalmente unido al ritmo, creador de sentido.

El ritmo es absolutamente esencial, es la economía de poema y de todo arte. Las palabras sólo pueden cabalgar en él haciendo música.

A medida que avanzamos por una obra donde transparece la vida del autor, siempre trascendida por la palabra poética, con el fin de que resuene en corazones muy diferentes, lo íntimo se va tornando cada vez más voz colectiva. Esto sucede ya en plenitud cuando en 1973 se publica Relaciones, año del regreso de Perón a la Argentina, tras cuya muerte asciende a la presidencia su esposa Isabelita, quien nombra ministro de Bienestar Social a José López Rega, creador de  la Triple A. Comienza de este modo a abrirse una sima en el país de Gelman, que desembocará poco tiempo después en los años atroces de la dictadura. El escritor, miembro entonces de la organización Montoneros, que pronto pasará a la clandestinidad, realiza  una intensa actividad en favor de los derechos humanos; por eso Relaciones -como señala la profesora Mª Ángeles Pérez López- “trata de la injusticia, la tortura, la anulación del diferente, la ignominia de la historia ,la insuficiencia de la poesía y el amor como forma de dolor”.

El amor, que como ya hemos indicado, es núcleo de su poesía, supera la relación entre dos seres   para manifestarse como una fuerza cósmica

No se muere de amor, se vive por amor. Y no se trata sólo del amor a la pareja, sino a la existencia misma con todo lo que la moldea. Hay quienes aman a la humanidad en general, pero odian a la gente en particular. Esto no me pasa.

Relaciones es también un libro en movimiento hacia “el otro”, transitivo, que, a pesar de la insuficiencia del lenguaje para transmitir determinadas situaciones, es consciente del valor de la poesía para consagrar la dignidad de los oprimidos, para ser un bálsamo y para dar eternidad al instante. El poema titulado Bellezas, cuyo final transcribo, dirigido a los escritores, especialmente a Octavio Paz, Alberto Girri y José Lezama Lima, es un acto de fe en el poder de salvación de los versos: “Octavio José Alberto niños ¿por qué fingen que no llevan la calma donde reina confusión? / ¿por qué no admiten que dan valor a los oprimidos o suavidad o dulzura? / ¿por qué se afilian como viejos a la vejez? / ¿por qué se pierden en detalles como la muerte personal?”. Y en ese diccionario de términos-símbolos que podría hacerse con la obra de Gelman, aparece ahora “tela”, que lo mismo es frontera, que nutriente vida o anuncio de muerte.

La tela es un tejido que urdimos cada día, desparejo, abrigador, mortífero. La vida entrega los hilos.

Los malos presagios que se cernían sobre Argentina, se convierten en tragedia el 24 de marzo de 1976 cuando una Junta Militar da el golpe de Estado. El horror y el desgarro  colocan al poeta en un abismo de ausencias que le dejarán una huella indeleble y vulnerarán hasta la respiración del lenguaje. Entre esas ausencias, lo recordamos de nuevo, su hijo Marcelo, de veinte años, y su nuera, María Claudia, de diecinueve y embarazada de siete meses, ambos secuestrados y asesinados, y su nieta, Macarena, que nada más nacer fue entregada a la familia de un policía en Uruguay. En su búsqueda Juan Gelman comprometió 23 años de su vida, hasta que en 2000 se produjo el encuentro. A ellos se suman otros seres muy queridos, igualmente asesinados o desaparecidos por la dictadura, como los escritores Rodolfo Walsh, Haroldo Conti, Miguel Ángel Bustos y Paco Urondo. El sufrimiento mina la carne y el espíritu de Gelman que se halla en un estado de fragilidad añadida: la del que ha perdido sus raíces, la del exiliado que, en un acto de suma generosidad, al analizar esta condición se siente uno más entre los expulsados.

En mi caso, llegué a la sensación de que todos somos, de algún modo, exiliados en esta tierra. No me refiero a la manida frase “ciudadano del mundo”. Hablo del destierro material y espiritual que padecen miles de millones de personas, expulsadas de una vida digna y de una felicidad posible. El cabalista Isaac Luria imaginó que el primer exiliado fue Dios, ocupaba el universo entero y tuvo que abreviarse para dar lugar al mundo.

Pero existe una patria de la que nunca somos desterrados: la lengua

A pesar de los genocidas, la lengua permanece, sortea sus agujeros, el horror que no puede nombrar. El ser humano creó las lenguas y hace cosas que ellas no pueden nombrar. El ser humano está dentro y fuera de la lengua. La poesía, lengua calcinada,  tuvo que padecer en nuestro Sur discursos mortíferos, tuvo que atravesarlos y no salió indemne, pero sí más rica. Es que la poesía es un movimiento hacia el Otro, busca ocupar un espacio que en el Otro no existe. Pero, ¿cómo hacer olvidar a la lengua su ayer manchado de espanto? ¿Cómo cicatriza la lengua olvidando su ayer?

Muchas preguntas e interjecciones habrá a partir de este momento en la poesía de Gelman, mucha necesidad de habitar la intrahistoria de la lengua, de diálogo dentro de ella, de encarnación de los ausentes entre sus huecos, en sus fisuras transformadas en luz. Hechos, el libro que abre la etapa del exilio y que no se publicará hasta 1980, introduce la barra gráfica, que acompañará al lector de ahora en adelante, y que no es un signo gratuito, sino que le obliga a hacer una pausa inconsciente dinamizadora del pensamiento, e integradora, a pesar de la aparente separación del verso, con lo que se acentúa la revelación ínsita  en el poema que, ante la nueva y dramática situación,  se convertirá en campo de resistencia, denuncia y reconstrucción del propio ser del poeta, en compañía siempre de los ausentes, con la energía prestada por la propia evolución de la lengua y  el futuro virgen alentado por la mujer; sin prescindir nunca del misterio entrañado en la creación poética, ni de las relaciones mágicas que se entablan dentro del cuerpo del texto. Una doble fractura, íntima hasta casi nublar la identidad del autor debido al dolor, y exterior, de desposesión de su país, entendiendo por país un entramado de relaciones físicas, afectivas y comunitarias, configurará a partir de este momento el mundo personal y literario de Juan Gelman. Y la primera respuesta será mirar de frente a los ojos de la derrota, cohabitando  con sus muertos, abrazándose a la memoria como un alba herida y rebelándose contra las furias o tinieblas interiores. Algunos versos entresacados de varios poemas del libro Notas, escrito en la segunda mitad de 1979, lo expresan bien: “te mataré los pedacitos. / te mataré  uno con paco./ otro lo mato con Rodolfo. / con Haroldo te mato un pedacito más. / te mataré con mi hijo en la mano…te voy a matar / derrota. / dicha infeliz / país de la memoria donde nací / morí / tuve sustancia / huesitos que junté para encender / tierra que me entierraba para siempre / ya no te quiero / furia / no te quiero más / rabia me desolás el corazón / me volvés ciego el corazón”. “Huesitos” y “pedazitos”, palabras aparecidas en estos versos, significan una disección anatómica no sólo materia sino animada por el espíritu, dotada de biografía.

Los ausentes vuelven de su pérdida y su repetición se convierte cada vez en otra cosa. En esos regresos hay mucha vida que pasó y, como usted señala, en el cuerpo y el espíritu se anidan. Fueron seres humanos  que buscaron un país más justo. Con los 30.000 desaparecidos también desapareció ese proyecto. A veces, cuando escribo, termino con dolor de huesos.

El camino interior hacia los ausentes, hasta desvelarlos en una constante presencia, pasa por el despojamiento hasta el olvido de un mismo, por una vía unitiva escala silenciosa hacia el amor, por un no entender que colma; lo que significa el encuentro con los místicos.

Fue, en efecto, un encuentro.  Leí a San Juan y Santa Teresa en mi juventud, pero en el exilio me dijeron otra cosa. Me hablaron del amor y de su presencia ausente. También las dos Hadewijch de Amberes, Beatriz de Nazaret, los escritos y la música de Hildegarda de Bingen, otras, otros. Tal vez haya leído usted estos versos de Guillaume de Saint-Thierry, el místico francés del siglo XII: “En la escuela del noble amor / se aprende la ira sublime / que al hombre sensato, en un instante / convierte en errante vagabundo”. Hice parte de este viaje en compañía del inolvidable y querido José Ángel Valente.

Así como Valente fue desembocando en el silencio, parece que el trato con los místicos a través de los poemas contenidos en los libros Citas y Comentarios, publicados conjuntamente en 1982, nos acercan también a él por sus zonas insondables, por su temblor de amor y fusión entre dos seres,  por la soledad querida.

Es posible. No me ha ocurrido todavía, aunque mis poemas son ahora más breves, más concentrados. Tal vez sean el umbral del silencio. Pero no olvide usted que la experiencia de los místicos se cumple en la escritura.

La toma de conciencia de una existencia doblemente exiliar, a través del pulso de la lengua, de sus manifestaciones más extremas de belleza y emoción, es la arritmia (salvadora) que guía su mano a la hora de escribir durante todos estos años. Por eso busca otro horizonte más, en el diálogo con el ladino, sefardí, o judeo-español que se produce en Dibaxu, obra  nacida entre 1983 y 1985 y acompañada por su traducción al castellano actual, cuya lectura se recomienda que sea oral, para de este modo -pienso- hacer táctil el paso del tiempo.

Me atrae del sefardí el candor de su sintaxis, la ternura de sus diminutivos y me conmueve como lengua antepasada. A ese estadio del castellano que fue lengua hace siglos y hoy está en vías de extinción, me llevó el diálogo que sostuve con el castellano del Siglo de Oro plasmado en Citas y Comentarios. Y también el exilio, porque fue lengua de exilio de los judíos expulsados de España. En cuanto a la posibilidad de una lectura en voz alta lo explico en el “Exergo”: “para escuchar, tal vez entre los dos sonidos, el del sefardí y el castellano de hoy, algo del tiempo que tiembla y nos da pasado desde el Cid”.

Y el soplo del expulsado se detecta en toda la cultura judía, si la auscultamos, de ahí que Gelman sintonice visceralmente  con ella, aparte de sus orígenes, “una cultura -dice- cuya extraordinaria cualidad estriba en que fue construida a lo largo de los siglos alrededor de un vacío: el vacío de Dios, el vacío del suelo original, el vacío que conlleva a la Utopía”. Vacío que es para el poeta un tempero a punto de concebir, un espacio de revelación.

El vacío, sí. La poesía le da forma al vacío, lleno de rostros desconocidos todavía. La nada es la muerte.

Cuando la memoria arde y no admite la quietud, cuando se quieren borrar las distancias y hallar una respuesta en quien ya no tiene lugar ni hora para contestar, el poema adquiere la temperatura de la carta, y entonces el dolor se agiganta hasta la asfixia, y las preguntas se vuelven ojos, pasos, voz del interrogado. Todo esto es lo que sucede en la Carta abierta, dirigida por Juan Gelman a su hijo Marcelo Ariel, asesinado por la dictadura argentina, veinticinco poemas escritos en enero de 1980, de los que, al menos unos versos, deben hablarnos: “con la cabeza gacha ardiendo mi alma moja un dedo en tu nombre / escribe las paredes de la noche con tu nombre / sirve de nada / sangra seriamente / alma a alma te mira / se encriatura / se abre la pecho para recogerte / abrigarte / reunirte / desmorirte /  zapatito de vos que pisa la sufridera del mundo aternurándolo / pisada claridad / agua deshecha que así hablás / crepitás / ardés / querés / me das tus nuncas como mesmo niño”.

En este instante Juan Gelman rompe su silencio escuchador: “La dictadura militar argentina se caracterizó por una práctica siniestra: el secuestro de ciudadanos inermes, su tortura en centros clandestinos de detención, su asesinato y la desaparición de sus restos. Los militares guardaron silencio, y lo guardan aún hoy, sobre el destino de los que llamamos desaparecidos y así duplican su impunidad. Hoy se sabe que fueron asesinados, arrojados al mar vivos, incinerados o enterrados, pero en los años  de la dictadura, los familiares vivíamos acosados por la pregunta ¿están vivos, están muertos? Y en medio de esa angustia dolorosa, el deseo y la esperanza, siempre, de recuperarlos con vida. Esa esperanza se mantuvo incluso hasta años después de que los militares dejaran el poder. Conozco a una madre que limpiaba y arreglaba todos los días la habitación del hijo desaparecido, servía la mesa con el plato de sopa que él solía tomar de vuelta del trabajo y dejaba la puerta abierta para que pudiera entrar. No fue el único caso. Es muy difícil imaginar la cantidad de monstruos que alimentaban el insomnio de esas noches, los fantasmas diurnos que nos visitaban, las alucinaciones, creer que un muchacho que pasa por la calle es el hijo perdido porque camina como él, los rostros brutales de la incertidumbre, ¿lo estarán torturando mucho?, ¿cómo será cuando regrese?, y tanto más. Supongo que algo de eso está presente en Carta abierta”.

Tan grande es el amor por el hijo, el deseo de darle vida, que -añade el poeta- “el hijo desaparecido engendra a otro padre”. Esta misma conjunción astral de la sangre de dos seres, trastornadora de la propia relación familiar, se consuma en otra misiva, Carta a mi madre, cuyo origen  podría ser objeto de un relato: “Gelman, que vivía en Managua en 1982, recibió en el mismo día tres cartas: una de su consuegra que le dice que ha visto a su madre en una residencia de ancianos activa, organizando la biblioteca; otra de su hermana, que le da la noticia de la muerte de su madre, y una tercera de la propia madre que le habla de sus recuerdos lejanos”, así lo expresa el poeta mexicano, ya en otro lugar citado, Marco Antonio Campos, en el epílogo de la edición de 2007 de este poema largo que, en principio, fue una carta abandonada en un cajón durante muchos meses, y luego se transformó en un texto poético escrito en julio de 1984 en Ginebra y París, y en noviembre de 1987 en París. Obra confesional, como corresponde a su primaria naturaleza epistolar, y redentora desde una interminable cadena de preguntas medulares, pues hechas dentro del ser al que se dirigen, diseccionado en órganos movibles interiormente como el espíritu. Carta a mi madre ilumina dolorosamente toda la existencia del poeta, y le muestra el rostro más hondo del destierro: el que asume la vida entera de la persona que ama hasta ser su doble, y no es capaz de responder sino con la separación; pero cuando el destierro toca fondo hay una purificación, que es renacer, y se abre la esperanza. Se trata de un estremecedor poema en el que la muerte, o el desencuentro absoluto, se torna presencia raigal. De él transcribo pequeños relámpagos: “¿por qué tan vivo está lo que no fue? / ¿nunca junté pedazos tuyos? / ¿cada recuerdo se consume en su llama? / ¿eso es la memoria? / ¿suma y no síntesis? / ¿ramas y nunca árbol? / me hiciste dos / uno murió contuyo / el resto es el que soy / ¿y dónde la cuerpalma umbilical? / ¿dónde navega conteniéndonos? / madre harta de tumba: yo te recibo/ yo te existo/ así mezclaste mis huesitos con tu eternidad / tus besos eran suaves en noches que me dejaste solo con el terror del mundo / ¿me buscabas también así? / ¿hermanos en el miedo me quisiste? / ¿en un pañal de espanto? / ¿o me parece que fue así?”. En este poema, además -como afirma Antonio Gamoneda- se incardina la creación poética en la creación de la vida: “¿por eso escribo versos? / ¿para volver al vientre  donde toda palabra va a nacer?”. “Pasamos -añade Gelman- del vientre materno a la lengua materna, de una matriz material a otra espiritual, que no nos abandonará hasta nuestra muerte”.

En el desarrollo orgánico de esta obra labrada por tormentas y desiertos interiores, y siempre con la memoria en celo, llega un momento en el que la propia biología atempera la gelmaniana “furia”, que el poeta identifica con la tensión de las palabras, siempre sin renunciar a ninguno de sus principios y  sin dejar de estar fecundado por los ausentes . El año 1988, en que viaja a México con su segunda esposa, Mara La Madrid, país en el que ha residido desde entonces, abre un nuevo horizonte vital en el que el exilio se modula con la voluntariedad del trasterrado, y  donde la familia y los amigos son un ámbito donde es posible que lo perdido fluya como un atardecer y el amor  sea un pacto con la vida. Y sobre todo, dos años después, se produce el encuentro en Montevideo con su nieta Macarena Gelman García, pues ya lleva sus apellidos. Incompletamente, Valer la pena, País que fue será y este mismo año Mundar, son los libros nacidos en la que podemos denominar, para entendernos nada más, tercera etapa, en la que el lenguaje se hace más transparente y la voz se templa.

Los años enseñan a convivir mejor con la pérdida. Por otra parte, se han reiniciado en  la Argentina los juicios contra los asesinos y torturadores de la dictadura militar. Es un logro de la sociedad, que comparto.

En Incompletamente, publicado en 1997el pájaro, símbolo nuclear en la poesía de Juan Gelman, es vuelo conciencia que traza con sus alas los invisibles círculos del desamparo, cruza con su impulso el vacío hasta amanecer un rostro, habita la sombra de lo inexistente para que no quepa el olvido, y aunque pertenezca al aire que falta, mantiene los ojos bien abiertos: “dibuja su claro delirio con los ojos abiertos / canta incompletamente. El pájaro representa por tanto, sensorial y emocionalmente, la realidad vivida por el autor argentino que, ahora, tampoco, renuncia a ser dentro de todo aquello que le fue amputado, ni  a injertar  el recuerdo en el centro del sufrimiento para, en el límite, permitir a los sueños transpirar.

El encuentro con su nieta tras un largo alumbramiento de 23 años, acompaña la publicación en 2001 de Valer la pena, título procedente de un verso de su amigo Paco Urondo calificado por Juan Gelman de “anfibio”.

Tiene, al menos, dos significados: el corriente, comprar algo que vale la pena, esforzarse por conseguir algo que vale la pena, etc, y el otro, que llama al dolido a ser digno de su dolor.

Es este segundo sentido, sin duda, el que se corresponde con un libro que atañe a esa dignidad  para asumir el dolor desde el territorio del lenguaje, para a través de la palabra “ardida de ausencia”,  reunirse de nuevo en su mansión más íntima con su país (“Una vaca pace en el hueso que vas a recordar), con los derrotados (“hablan con un fulgor maltrecho en la boca / que no se termina de apagar”), con su abuelo (“Me mira con las ojeras lentas / de quien veló el espanto”)o con su hijo Marcelo (“Tu saliva está fría y pesás / menos que mi deseo”)Se trata de una obra en la que se intenta “cavar”, interminablemente, en lo que flota sin fondo como el horror, en la que hay un hondo callar que piensa y el cuerpo de la amada es el único lugar de resurrección (“Nacer es el apetito que das. / Caballa de la boca / los pedacitos del amanecer / en un rincón de la lengua”)No falta tampoco la ironía (“El poema no pide de comer. Come / los pobres platos que / gente sin vergüenza  o pudor / le sirve en medio de la noche”)ni la convicción de que la poesía “debe contar”, “no es un destino” y “sólo es rica en preguntas”.

La confusión de tiempos es, como ya apuntamos, corolario de la escritura total, integradora, de Juan Gelmán, y tiene uno de sus últimos ejemplos en País que fue será. título suficientemente claro a este respecto, más si a continuación leemos el epígrafe, puerta de entrada al poemario, de Guillaume de Poitiers: “El Paraíso perdido nunca estuvo atrás. Quedó adelante”

Yo diría -interviene Gelman- que los instantes del presente se convierten en pasado con suma rapidez. Alguna vez fueron futuro.

Esta confusión, o quizá mejor fusión de tiempos, origina -creo- en el lector la sensación de cierto descabalgamiento existencial, de no llegar a tiempo o de vivir un tiempo robado, y por tanto sin anclaje. De ahí ese constante “cavar” que vuelve a aparecer en este poemario, o como subraya el poeta, “el querer llegar a un fondo que no existe”. Y el imperativo más que nostalgia, de buscar tierra firme en la infancia (“¿No sabías que los otoños de un violín / resuenan sobre nuestra cabeza?”), referencia  a su primer libro muy bien vista por Mª Ángeles Pérez López, o (“Han desaparecido los barcos / que navegó mi juventud en / un vacío incesante”). Todo lo cual requiere la búsqueda, en compañía de la amada, de la duración: “Tu aire es el sol que tengo / y escribe ayer en hoy. / El viaje es de hagamos / cielos que duren”.

La reafirmación del compromiso con la poesía alcanza un grado máximo en País que fue será, hasta el punto de  transformar al poeta -dice Juan Gelman-“en hijo de su obra”. Un libro solidario en donde, además, se abordan  temas tan actuales como la guerra de Irak, la pobreza en el mundo o la crisis económica de la Argentina en 2001.

En esta travesía sin puerto, pues en la navegación está la altitud de la aventura existencial, llegamos a su último libro, Mundar, publicado este mismo año por la editorial Visor en su nueva colección de poesía “Palabra de Honor”. Visor, que asimismo ha editado  otros libros de Gelman, ha comenzado ya a publicar su obra completa como Biblioteca de Autor. Mundar, compuesto por ciento veintiún poemas, está encabezado por una cita de la mística alemana Hildegarda de Bingen que reza así: “El sonido con que resuena toda criatura” que, enseguida, nos pone en relación con lo inefable, y nos revela una vez más la comunión del escritor con la expresión literaria de la experiencia de lo divino a través, sobre todo, de San Juan de la Cruz y Santa Teresa. En cuanto al título es un neologismo que permite una lectura abierta, en todo caso alusiva a estar y ser en el mundo, aunque atendiendo al fondo de esta poesía, me atrevería a convertir mundo en un sinónimo de volar, por la carga simbólica, reiteradamente manifestada, que tiene en ella el pájaro cantor que, en palabras del creador y crítico literario Saúl Yurkievich, desgraciadamente ya fallecido, “encarna al poeta al asociarlo a un ser alado, lo que implica despegue, elevación, belleza, y se opone a clausura, abatimiento y bajeza”. Características todas predicables de la biografía y los textos de este escritor  que, con las alas tronchadas, siempre remontó el vuelo. Mundar, una obra de plenitud, despliega todas las resonancias del universo gelmaniano, donde hay vocablos constitutivos como el repetido pájaro, sol, otoño, furias, niebla, vacío, país, niño o caballo; términos con un hondo horizonte simbólico entrañado en una realidad dolorosa de pérdida y destierro, donde las huellas del tiempo apenas dejan respirar el presente, donde se vuelve a los orígenes y el amor es salvación. Hermosos e intensos poemas de amor son la savia de este libro, presididos por un no saber, por lo que las palabras callan, o por la dificultad de conocer a la amada. Hay versos que se grabarán indeleblemente en el corazón de los lectores: “En la cama semidesierta yace / tu aroma azul. Mis manos /  tropiezan con el vacío / tu rostro”.

Juan Gelman que, en los últimos años ha obtenido los más importantes premios, entre ellos el Juan Rulfo, el Reina Sofía de Poesía  Iberoamericana, y el Cervantes, el máximo galardón en lengua española, nos comentó casi en voz baja, mientras paseaba por los patios de la Universidad de Alcalá de Henares, que “espera con serenidad la muerte, porque ha muerto muchas veces, y una más… Que no le preocupa la inmortalidad, aunque le gustaría que algún poema, algún verso, viva más adelante todavía. Que hay grandes poetas en las lenguas de Iberoamérica,  estando convencido de que esa buena salud nunca se acabará. Que sigue escribiendo de una manera obsesiva, como siempre, y que no ha pensado en escribir sus memorias, porque apenas tiene setenta y ocho años. En cuanto a su persecución de la verdad y de la justicia, no cesará, continúa su lucha, por ejemplo para saber qué pasó con su nuera y para que los responsables sean juzgados”.

Aquí se hizo un silencio de noche estrellada en medio del campo, y es que llegaba su nieta Macarena. Gelman le miró a los ojos: brillaban como quien supo… y perdonó y amó.

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