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JUAN GELMAN, EL VUELO DE LA LENGUA ENTRE PÉRDIDAS Y DERROTAS


Por Javier Lostaté

(Turia / 88)
PRIMERA ENTREGA

Hay hechos que los años no cicatrizan, vidas tejidas a la herida; pero cuando la memoria es útero del ser, el vacío una tensión dispuesta al alumbramiento y la ausencia una presencia por el alma interiorizada, es posible tener país, en un sentido que va más allá del territorio, leer el tiempo hasta volver a nacer entre los rostros de la ignominia y la muerte, asumir el dolor hasta transfigurarlo en espacio solidario y ser concebido de nuevo en virtud del amor. De este modo se podría resumir la vida y la obra de Juan Gelman, tan trenzadas, que la lengua al sufrir tanto daño acumulado necesita fracturarse, para así expresar en su total sentido sucesos como el secuestro y asesinato  por la dictadura argentina de su hijo y de su nuera, embarazada de siete meses, y la entrega a una familia uruguaya de su nieta, nada más nacer, cuya búsqueda fue una obsesión del poeta hasta poder abrazarla veintitrés años después. Macarena, ese es su nombre, acompañó, con el resto de la familia, a Juan Gelman en el acto de recepción del  premio Cervantes en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares el pasado veintitrés de abril. Su rostro, íntimamente iluminado, fue el mejor testimonio de la entrega de su abuelo a lo largo de toda su existencia a la lucha, tan cervantina, por la verdad y la justicia, inseparablemente unida a la escritura, al “oficio ardiente” de la poesía como él mismo reconocía en una mañana también primaveral para el espíritu.

La vida y la obra de un poeta, un escritor, un artista, no son cosas separables: se alimentan mutuamente. Claro que al lector sólo debe interesarle -o no- la obra.


Una obra que encontró en el Quijote “manantiales de consuelo, pues sólo quien  desde el dolor, como Cervantes, ha escrito  con verdadero goce puede dar a sus lectores un gozo semejante” Y así el texto más doloroso puede ser para el lector aurora y no crepúsculo, salvación  y no hundimiento.

Cervantes se alzó de las miserias que lo cercaron y nos dio una lección literaria de vida, tierna, irónica, llena de compasión humana y clarividente  que perdura y perdurará siglos.

La memoria, útero del ser, como dijimos al principio, es  para Gelman la causa motriz de cualquier empresa humana, incluida la creación literaria, en la que esté en juego la médula de la existencia y una mantenida actitud solidaria y de compromiso. Memoria que unas veces -pensamos- actúa sumando tiempos y espacios, y otras mediante un proceso selectivo. Y que tiene su respiración gemela en el olvido.

John Locke propone en su Ensayo sobre la comprensión humana que la identidad personal es la conciencia que acompaña al pensar en tanto que se extiende hacia atrás a toda acción y pensamiento del pasado. Claro que se produce una selección de los recuerdos, lo cual, para Freud, es un trabajo del inconsciente, no voluntario. El resultado de este proceso es individual: hay quienes  olvidan sus malas acciones, otros no recuerdan las buenas que obraron. En cuanto al olvido y su articulación con la memoria, San Agustín, Nietzsche, Heidegger, Gianni Vattimo y otros grandes pensadores le dieron respuestas diferentes. No osaré dar la mía. Pienso, sin embargo, que en cada uno esa articulación no es abstracta: depende de sus actos, del entorno, de los acontecimientos, de la educación, de la subjetividad y de tantas cosas más.

Tanto la memoria y otras facultades psíquicas, como todo lo que le sucede a un ser humano, se encarna en la lengua en el acto de la creación, por eso no debe haber ningún temor, como tampoco lo hubo en el caso de Cervantes, a introducir neologismos, a manchar el idioma con el barro de la vida. Esta encarnación ha sido un constante en la poesía de Gelman, fiel a su convicción de que “la lengua expande el lenguaje para hablar mejor consigo misma”. Un proceso, el de alumbramiento de la palabra, que es tanto externo como interno.

La palabra, desde luego, viene de afuera, nos hiere en la cuna y abre una herida que, afortunadamente, no se cierra. Lo que nace en nuestro interior es el uso de la palabra y va hacia fuera provocado por el afuera, aunque uno sólo hable consigo mismo.

Estas primeras reflexiones ligadas a  la obra compleja y extrema en su latido del poeta argentino, se alumbraron durante el acto  de Alcalá, donde colocó a la poesía en vanguardia de la lucha contra la muerte.

Es así en la medida en que resiste contra el despiadado materialismo de esta época, un materialismo genocida que asesina por hambre. En el fondo, la poesía es una constante interrogación sobre la vida y la muerte

Llena de preguntas como cuerpos doloridos o habitados por la angustia, se muestra el organismo latiente que es la obra de Juan Gelman, fruto, como hubiera dicho Marina Tsvetaeva, “de escribir para vivir, no de vivir para escribir”. Una poesía -afirma el también  Premio Cervantes Antonio Gamoneda- “que entiende la palabra en la magia de la realidad, para que la magia de la realidad transforme la palabra”. Con la inocencia que toda buena lectura poética exige intentaremos, a partir de ahora, transmitirles las huellas de una intensa existencia impresas en una lengua definitivamente vulnerada. La aventura comienza el 3 de mayo de 1930 en el barrio porteño de Villa Crespo, un barrio de inmigrantes de Buenos Aires.

Nací -único argentino- en un hogar de emigrados ucranianos de origen judío, pero no practicantes. Mi padre fue social revolucionario y participó en la fracasada revolución rusa de 1905. Era un hombre culto, como tantos obreros de los movimientos socialistas de Europa del Este, conocedor de la historia, la economía y la literatura. Mi madre había estudiado  medicina, era gran lectora y adoraba la música. Llegaron a la  Argentina con mi hermano y mi hermana en 1928. Era la segunda vez que mi padre se iba del país, desilusionado con la revolución bolchevique, ya en las manos del terror estalinista; la primera, escapaba del zarismo. También mi hermano era un gran lector y yo le saqueaba la biblioteca a escondidas. Cuando tenía seis o siete años, él me recitaba poemas de Pushkin en un idioma incomprensible para mí, pero que tenía músicas y ritmos que me transportaban a otro lugar. Creo que así nació mi amor a la poesía. El barrio era el barrio, todos luchaban por sobrevivir en esos duros años treinta. Los chicos jugábamos en la calle con pelotas de trapo o de papel, atadas con cordeles. No había para más.

Y a los nueve años, entre juego y juego, siente el misterio insondable del amor, prendándose de una vecinita a la que escribió algún poema. Entretanto, otra pasión se despertó en él: la pasión por la lectura.


A los catorce años leí Crimen y castigo, de Dostoievsky, y eso me costó dos días de fiebre y cama. Y luego, Kafka y Joyce, que en la Argentina publicaron muy temprano editoriales fundadas por republicanos españoles exiliados. Cervantes, siempre, y Shakespeare. En poesía, Raúl González Muñón, César Vallejo, Neruda, Garcilaso, Quevedo, Góngora, San Juan de la Cruz; y Baudelaire, Villon, Mallarme, Rimbaud. Después, con el tiempo, se sumaron José Ángel Valente, Claudio Rodríguez, Antonio Gamoneda o Ángel González, por citar algunos poetas españoles contemporáneos.

Lecturas que, junto al tango y la milonga, confidentes de su oído desde una vieja radio y pasos de baile familiares en el barrio, van modelando su forma de ser  y de estar en el mundo, un mundo que percibe desde muy temprano como injusto e insolidario, hasta el punto de ingresar a los quince años en la Juventud Comunista, decisión unida a su idea de la revolución que, como después se vio, siempre fue más allá de lo que por ella tantas veces entendemos.

Nunca pensé que la revolución era o es o será, si alguna vez será, la producción de un simple cambio político, económico y social. Si no procura el engrandecimiento del alma humana, no es revolución, es otra cosa. En todo caso el compromiso debe estar sostenido por la fuerza del espíritu. Escribo por necesidad, no para hacer la revolución. Usted habrá encontrado poemas míos en los que esta afirmación es explícita. El poeta es un ciudadano y, como tal, podrá querer o no  hacer la revolución. Hay grandes poetas que no fueron ni son revolucionarios, así como grandes revolucionarios que no fueron ni son poetas. O que son malos poetas.

La llamada de la poesía como destino, se va haciendo cada vez más imperativa, por eso abandona sus estudios de Química y busca en el periodismo una forma de vida que esté también relacionada con el lenguaje, aparte de ejercer diversos oficios para salir adelante. A finales de los años cuarenta, su camino como creador estaba ya signado por el advenimiento futuro de la tragedia, por lo substancial humano, por la pérdida y extrañamiento; también por la energía salvadora del amor. Todo ello  dentro de una lengua permanentemente embarazada, en donde como una criatura crece el dolor, fluye la sombra o canta la aurora, donde se sedimentan los acontecimientos históricos y se libra un combate sin cesiones a favor de la verdad, la justicia y la libertad. Una lengua “moldeable como la cera”, en expresión de Fray Luis de León, cuya dinamita se alberga en su alto cielo de belleza. Tres etapas se suelen  señalar en la obra de Gelman: la de las décadas de los cincuenta y sesenta, caracterizada, en opinión del autor mexicano  Marco Antonio Campos, por “su ligereza, ludismo y destellos de ternura, con gran presencia del cuerpo de la mujer y la germinación de sueños y utopías ya nunca abandonados”; la oscura, plena de heridas irrestañables, correspondiente a la época de la dictadura argentina  y el exilio, y la marcada por una mayor serenidad para nombrar interiormente lo vivido y por la elección de un territorio, el mexicano, para reconstruir la existencia sin abdicar de ninguno de los principios éticos y estéticos.

Clasificar es una tarea muy difícil. A mi me parece que, más que etapas, hay desarrollos en los que, sin duda, el afuera influye. El afuera escribe en uno, pero el que escribe es otro. La definición más perfecta de la belleza es, a mi juicio, la de Sor Juana Inés de la Cruz: una espiral en movimiento, cada vez más abierta, y esto puede aplicarse al trabajo de todo artista. Cada artista desarrolla mundos que son épocas del ser. No es, para mí, el círculo cerrado y perfecto de John Donne.

En la senda creativa de nuestro autor, Violín y otras cuestiones es su primer libro, del que en 2006 se cumplieron cincuenta años y que se abre con unos versos verdadera declaración de principios sobre la poesía: “¡Quién pudiera agarrarte por la cola / magiafantasmanieblapoesía! / ¡Acostarse contigo una vez sola / y después enterrar esta manía! / ¡Quién  pudiera agarrarte por la cola!

Así me parecía entonces y me sigue pareciendo. La poesía es inaferrable. Cada poema es el hecho cumplido de un deseo que nunca se agota, decía René Char.

“La poesía es una manera de vivir”, dice también Gelman en este libro, una forma también de cristalizar la voz de los otros: de los que no tienen trabajo, de los golpeados por la vida. El lenguaje coloquial y los objetos con pulso son los hilos con los que se teje este tapiz solidario, en cuyo relieve aparece uno de los símbolos fundamentales de su obra: el pájaro.

En el habla de las gentes no pocas veces se encuentra un temblor poético. Piense usted, por ejemplo, en los diminutivos de la lengua cotidiana, piense en el “agüita” de Santa Teresa. Pero no coincido con el adjetivo coloquial aplicado a la poesía, a cualquier poesía. Hay un gran equívoco en esto. ¿Habrá que calificar de “poesía marina” a la escrita sobre el mar? La poesía es poesía o no lo es. La palabra es materia, como el mar. En cuanto a los objetos no sé si catalizan sueños, ilusiones y esperanzas. Depende. Me encanta esta definición de la antigua cultura china: llama al mundo “las diez mil cosas”. El poeta mexicano Eduardo Hurtado tituló así su libro más reciente. Por lo que se refiere al pájaro representa la necesidad de volar, cualidad que tiene naturalmente.

En 1959, fecha de publicación de su segundo libro, El juego en que andamos, Juan Gelman manifiesta sus críticas al partido comunista, del que se separaría cinco años después, y se siente en cambio atraído por la revolución cubana, de la que, pasado algún tiempo, igualmente descreería. Todos estos acontecimientos son, como nos dice el poeta,  “el afuera que escribe en uno, pero el que escribe es otro”,  y el que escribe nos transmite en esta  obra la fuerza cósmica, genesíaca, del amor: “Habítame, penétrame. / Sea tu sangre una con mi sangre…Estés en mí como está la madera en el palito”.  “Palito”,  un diminutivo, ¡tantos hay en la poesía de Gelman!, sinónimo de ternura, de fragilidad con horizonte.

Creo que, sobre todo, expresa la ternura, el asombro y la magnitud del sentimiento amoroso que encarna hasta en lo más pequeño.

Diminutivos, pálpito íntimo del lenguaje, y la contradicción, más que el oxímoron, según indica el poeta, que articula también su creación poética: “Si me dieran a elegir, yo elegiría / esta salud de saber que estamos muy enfermos, / esta dicha de andar tan infelices”. Un  paso más en este itinerario esencial, pues todo nos conduce al ser humano más allá de lo accidental, es Velorio del solo, publicado en 1961, obra que nos revela otra cuestión clave del universo gelmaniano, la imposibilidad de saber quiénes realmente somos, unida en el poema que da título al libro a la soledad radical y a la inocencia: “En esto era tenaz y los días de lluvia / salía a preguntar si lo habían visto / a bordo de unos ojos de mujer / o en las costas del Brasil amando su estampido / o en el entierro de su inocencia (muy particularmente)”.

Más que imposibilidad, es una enorme dificultad. Así es, al menos en mi caso. Conocerse es un proceso en el que la razón cartesiana no sirve de mucho. La escritura me guía como una linterna en mi interior, pero cuánto hay que despejar para llegar a la verdad de lo que somos y nos pasa. El conocimiento de esa verdad por tal camino es un movimiento constante y cambia al ser. Es de por vida.

Y junto a esta habitación de nosotros mismos entre tanta tiniebla, en Velorio del solo se trata de la propia poesía, considerándola un “arma” para enfrentarse a los dolores de este mundo y a la muerte. Tarea que el poeta debe desarrollar consciente de que no es el propietario del don de que está investido, sino el siervo que intenta iluminar el rostro de la vida.

Pienso que todo arte es una afirmación de vida. Borges decía que si supiéramos lo que pasa después de la muerte, desaparecería el 95 por ciento de las manifestaciones artísticas. Creo asimismo que la palabra es de todos, como el aire, y que nunca pretendí que mi poesía fuera un ejercicio moral. Me siento llevado a escribirla por obsesiones que me ocupan. No reflexiono mucho.

Dos nuevos términos aparecen ahora con su capacidad engendradora, “jugos” (“Jugos del cielo mojan la madrugada de la ciudad violenta”) y  “pedazos”, vocablo alusivo a fragmentación, pérdida, desligamiento, quizá materia sorda.

El jugo es lo sustancial de cada cosa y hay que trabajar para obtenerlo. No es una palabra intercambiable, pero se puede decir médula, espíritu, meollo, fondo. Los pedazos… A veces tengo la sensación  de que vivimos a pedazos. Otras, nos hacen pedazos.

El amor como invasión total, alumbrador de una fisiología emocional en la que cada parte del cuerpo actúa como un todo, desata la “furia”, palabra dotada de un intenso movimiento psíquico, y pervive más allá de la muerte en el poema que da título al siguiente libro Gotán, editado en 1962”voy a pasar  toda la muerte tendido con su nombre, / él moverá mi boca por la última vez”.

El todo del amor es un momento excepcional. Se da lo que no se tiene y se recibe lo que no se da.

Otros aspectos de este libro a sumar a su urdimbre poética son el engarce de lo popular y lo culto, la fecundación llevada a cabo por el tango (Gotán es tango al revés), el humor y la ironía.

Esa convivencia existe en el habla popular. Oigo a veces frases sorprendentes. Y hay letras de tango -para hablar de lo que más conozco- que son verdaderos poemas. Claro que en poesía se trata de otra cosa y no busco esa convivencia, la encuentro, surge por necesidad expresiva. Volviendo al tango se integra en mi obra por  razones de vida, supongo. De muchacho salía a bailar casi todas las noches con los amigos del barrio. Eso lo sé. Lo que ignoro es en qué medida me acuñó junto con la lectura de los grandes poetas. En Gotán -como usted dice, tango al revés- ironizo sobre cierta mitología que en mi época, y aún hoy, baña la ceremonia de bailarlo. Por ejemplo: “Y la costurerita pálida y mustia / que pesa lo que puede pesar un mirlo, / nos dice con su voz llena de angustia: / “El tango, pa’bailarlo, hay que sentirlo”. Me ocurrió, ¿sabe?

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