domingo

JUAN CARLOS ONETTI - PARA UNA TUMBA SIN NOMBRE (11)


III (3)

No quería comprometerse ni imponer compromi­sos. Sintió que estaba contenta por el regreso del hombre y se dispuso a prepararse desde aquel mo­mento para cuando Ambrosio se fuera de veras. Sintió curiosidad y deseo por este muchacho des­conocido que acariciaba el hocico del animal y sonreía estúpido y tranquilizador. Pero todo esto sucedió después, mientras atravesaba el patio ha­cia las puertas del fondo. Entonces, volvió a reír, repitiendo:

-Así que somos tres. Pero si lo compraste para comerlo decime antes de que me acostumbre.
         
-No -dijo él; retrocedió un poco para mirar al animal, desconcertado por la idea de que fuera posible comerlo-. Leche; lo compré casi por nada. Se llama Juan.

-Jerónimo -corrigió Rita-. Así que ahora tenemos un hijo chivo. Lo vemos a criar con mama­dera y cuando crezca nos mudamos, al campo, a Villa Ortúzar. Y lo vas a querer más que a mí; ya lo estás queriendo. -Estaba arrepintiéndose de que Ambrosio, ya despedido y enterrado, hubiera vuelto; estaba mirando al animalito sin ternura ni sorpresa.
Sin volverse, el hombre dijo otra vez:

-Leche.
Ella salió para cruzar el patio y pedir leche y una mamadera a la vecina. Recitó sonriendo, infa­lible, la historia del chivo recién nacido que le había mandado su madre desde una Santa María definitivamente mítica. Cuando volvió a la pieza, el muchacho estaba tirado en la cama y el chivo chupaba una colcha. Pero la cara horizontal ya no era hermética y ensimismada; era la cara vulgar de un joven buen mozo, capaz de estusiasmos y bra­vatas, el rostro nunca visto de alguien a quien se puede limosnear dinero para un viaje hasta el otro extremo de la ciudad. Y mientras Rita se acomo­daba el chivo entre las piernas para hacerle tragar la mamadera, él se puso a explicar desde la cama, como si hablara con un niño, lento y minucioso, despojado de vanidad porque no valía la pena gas­tarla con ella.

Así que Rita, después de una noche de frenética e inmotivada reconciliación en que sintió -con rabia, culpándose, e insistiendo para corregir- que Ambrosio podía ser sustituido por cualquiera de los hombres anteriores, se despertó al final de una tarde y caminó hasta la estación arrastrando el chivo de una cuerda o llevándolo en brazos.
Soportó, indecisa, el ridículo, la suciedad, los balidos que irritaban y conmovían. Y cuando terminó el variable horario de trabajo, cuando, después de la comida solitaria del bodegón donde el chivo enterneció a las mujerzuelas y a los borrachos, atravesó la oscuridad desierta bajo los rugidos de los trenes en el puente y llegó a su casa, más cansada que las noches anteriores y aun confusa, se en­contró con un Ambrosio increíble. Un Ambrosio galvanizado por la impaciencia que no sólo la esperaba sino que la alcanzó en el patio, le besó la frente y cargó con el chivo. Después contaron el dinero; y a medida que ella sacaba los billetes del bolsillo del abrigo y los disponía sobre la mesa como para un juego solitario de naipes, iba viendo la felicidad y el orgullo, incontenibles, ocupar la cara del muchacho. “Así que era esto, pensó sin desencanto. Lo que quería era más dinero, vivía tirado en la cama pensando cómo hacer para que yo trajera más dinero cada noche. Pero no lo gasta, no tiene vicios ni amigos en qué gastarlo. Va a esconder este más dinero en el colchón; cuan­do tenga bastante, compra otro chivo y entonces yo traigo el doble de dinero y él lo guarda en el colchón, y cuando tiente bastante...”.

Él iba tocando los billetes con la punta de un dedo; rodeado por un anillo de oro con una piedra hexagonal, negra y pulida, un dedo estremecido por el triunfo, por la comprobación de una realidad idéntica a los sueños que la engendraron.

-Casi el doble -murmuró el muchacho-. Si te quedás un rato más traes el doble. ¿No te decía? ¿Quién puede dejar de creer si ve el chivo? -la tomó de los hombros y la sacudió; casi por pri­mera vez ella vio del todo descubiertos los fuer­tes dientes blancos.

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