jueves

LA TIERRA PURPÚREA (34a) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


X / ASUNTOS RELACIONADOS CON LA REPÚBLICA (2)

Al momento llegaron los hombres a medio galope, y uno de ellos, el jefe, dirigiéndome la palabra, me pidió el pasaporte.

-No traigo pasaporte -repuse-. Mi nacionalidad es protección suficiente; pues, como usted ve, soy inglés.

-En cuanto a eso, amigo, sólo tenemos su palabra -dijo el hombre-. Hay un cónsul inglés en la capital que provee a todos los súbditos ingleses de pasaportes para su protección. Si usté no tiene uno, tendrá que sufrir las consecuencias y nadie tendrá la culpa sino usté mismo. Lo único que yo veo es a un joven, con todos sus miembros intactos, y de tales ha menester la república. Además, usté habla como uno que ha nacido bajo este cielo. Tiene que venir con nosotros.

-No pienso ir con ustedes.

-No diga eso, patroncito -dijo Marcos, sorprendiéndome sobremanera su cambio de tono y conducta que ahora mostraba para conmigo-; ricuérdese que le dije, hace un mes, que era muy imprudente salir de Montevideo sin nuestros pasaportes. Este oficial está cumpliendo las órdenes que ha recibido, pero podría ver que somos lo que decimos.

-¡Vaya! -exclamó el oficial, volviéndose a Marcos-. Conque vos sos, supongo, también un inglés sin pasaporte, ¿eh? Por lo menos, podrías haberte provisto de un par de ojos azules de porcelana y una barba rubia para disfrazarte un poco mejor.

-Yo soy un pobre hijo del país, nomás -dijo Marcos humildemente-. Este joven inglés anda buscando una estancia que quiere comprar, y yo vine con él de la capital en calidá de pión. Jué un descuido muy grande de nuestra parte no haber otenido nuestros pasaportes antes de venir.

-Entonces, por supuesto, este joven ha de tener bastante dinero en los bolsillos -dijo el oficial.

No me hacían maldita gracias las mentiras que se había permitido decir Marcos respecto de mí, pero, al mismo tiempo, no sabía cuál pudiera ser el resultado si la desmintiera. Por lo tanto, dije que no era tan leso para viajar por un país como la Banda Oriental, con plata en los bolsillos, añadiendo: -Tengo más o menos lo suficiente para comprar el pan con queso que necesite hasta llegar al fin de mi viaje.

-El Gobierno de este país es muy generoso -dijo el oficial sarcásticamente- pagará todo el pan con queso que usted necesite. También le dará carne. Ahora es preciso que ustedes dos vengan conmigo al juzgado de Las Cuevas.

Viento que no había remedio, acompañamos a nuestros aprehensores al galope por el áspero y ondulante campo, un pueblucho sucio y miserable, que consistía en unos cuantos ranchos alrededor de una gran plaza poblada de maleza. A un lado de la plaza se hallaba la iglesia, y al otro, un cuadrado edificio de piedra con un asta de bandera sobre la puerta de calle. Este era el juzgado; sus puertas estaban cerradas y no había otra seña de vida más que un viejo que no parecía tener dónde caerse muerto, arrimado a una de las puertas, con sus piernas desnudas color de caoba estiradas al sol abrasador.

-¡Esto sí que está bueno! -exclamó el oficial, echando maldiciones-. Estoy por soltar a los presos.

-¡Nada perderá haciéndolo, a menos que sea una jaqueca! -dijo Marcos.

-¡Cállate! ¡Qué te mete a vos a dar tu opinión! -dijo el oficial, reventando de rabia.

-Enciérrelos en el calabozo, teniente, hasta que venga el juez mañana -sugirió el viejo arrimado a la puerta, saliendo su voz desde una matosa barba y una nube de humo de su cigarrillo.

-¿Qué no sabés vos, viejo tonto. Que la puerta está rota? -dijo el oficial-. ¡De mucho nos serviría encerrarlos! Aquí estoy yo descuidando mis propios intereses para servir al país, y así es como me tratan. No hay más remedio que llevarlos a la casa del juez y que él los atienda. ¡Adelante, muchachos!

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