jueves

LA TIERRA PURPÚREA (34) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


X / ASUNTOS RELACIONADOS CON LA REPÚBLICA (1)

Después del almuerzo dije adiós de muy mala gana a la cariñosa pareja en cuyo rancho me había cobijado y con una última, larga y codiciosa mirada a la hermosa Margarita, monté mi caballo. No bien me hube sentado en la silla, Marcos Marcó, que también estaba de viaje en el nuevo caballo que le habían prestado, dijo:

-¡Usté va a Montevideo, amigo!; yo también voy en esa dirección y lo llevaré por el camino más corto.

-El mismo camino me servirá de guía -dije secamente.

-El camino es como un viejo pleito; muchos rodeos, trampas y muy largo. Sólo sirve pa los viejos que apenas ven y pa los carreteros con sus carretas.

Vacilé entre si aceptar o no, a este extraño individuo que mostraba tanta agudeza bajo su lerdo y rústico exterior. La combinación de humildad y desprecio en su lenguaje, cada vez que me dirigía la palabra, me tenía receloso; además, su aspecto de indigencia y sus furtivas miradas también eran muy sospechosas. Miré a Batata, que estaba parado a un lado, pensando que me dejaría guiar por la expresión de su semblante; pero tenía aquella inexpresiva cara oriental que jamás revela nada. Una antigua regla del whist consiste en jugar triunfo cuando se está en duda y cuando tengo que escoger entre uno de dos rumbos y estoy indeciso, mi norma es tomar el más aventurado. Obrando con arreglo a este principio, resolví ir con Marcos, y, de consiguiente, juntos nos pusimos en marcha.

Luego, mi guía empezó a atravesar el campo, alejándose más y más de la carretera y llevándome por sitios tan solitarios, que por último comencé a sospechar que debía tener algún propósito malintencionado contra mi persona, puesto que no llevaba nada de valor que mereciese robarse. Después me sorprendió, diciéndome:

-¡Tuvo mucha razón, mi joven amigo, de desechar aquellos vagos temores y aceptar mi compañía! ¿Por qué permite usté que aura güelvan turbarlo? Los hombres de su país jamás me han hecho ningún daño que yo tenga que vengar. ¿Podría yo hacerme joven derramando su sangre o sacaría algún cambiando estos trapos que llevo puestos por su ropa que también está vieja y gastada? ¡No, no, señor inglés! Esta ropa que visto con pacencia en mis sufrimientos y destierro, queme cubre de día y en la cama de noche, luego será trocada por un traje más vistoso que el que usté lleva puesto.

Sus palabras me aliviaron bastante, y me hizo sonreír el ambicioso sueño del pobre diablo de vestir la mugrienta casaca colorada del soldado, pues suponía que fuera a eso a lo que se refería. No obstante, seguía intrigándome considerablemente su camino más corto a Montevideo. Durante dos o tres horas habíamos estado caminando casi paralelamente a una cuchilla que se extendía a mano izquierda hacia el sudeste; pero, poco a poco, nos íbamos acercando a ella y desviándonos adrede de nuestro camino, con el solo intento, al parecer, de atravesar su campo sumamente difícil y solitario. A nuestra derecha, muy en lontananza, veíanse empingorotadas sobre los más altos sitios de aquellas vasta soledad, las casas de las pocas estancias que pasábamos. Por donde íbamos no había viviendas de ninguna especie, ni aun siquiera el puesto de un pastor; el terreno seco y pedregoso estaba cubierto de un ralo algarrobal y pasto quemado por los calores del verano; y en medio de esta árida región, descollaban las cuchillas, viéndose sus desnudas laderas de color de café, singularmente agrestes y solitarias bajo el sol abrasador del mediodía.

Apuntando a campo raso a nuestra derecha, donde divisaba el azulino reflejo del agua de algún río, dije:

-Amigo, puedo asegurarle que no lo digo por miedo, pro no puedo comprender por qué sigue caminando atracado a estas cuchillas, cuando aquella cañada de allá habría sido tanto más agradable para nosotros y, al mismo tiempo, más fácil para nuestros caballos.

-No hago nada sin tener una razón -dijo Marcos, con una curiosa sonrisa-; el agua que usté ve allá es el río de las Canas (4), y los que bajan a sus cañadas envejecen antes de tiempo.

Conversando de rato en rato, pero las más de las veces en silencio, caminamos al trotecito hasta eso de las tres de la tarde, cuando de repente, al orillar un áspero monte, salió de él una cuadrilla de hombres armados, y torciendo, vinieron directamente hacia nosotros. Una mirada bastó para imponernos que eran soldados o policía montada, que recorrían el campo buscando reclutas, o, por mejor decir, desertores, criminales y vagabundos de toda especie. Yo no tenía nada que temer, pero una exclamación de furia escapó de los labios de mi compañero y, volviéndome a él, noté la palidez cenicienta de su semblante. Me reí, porque la venganza es dulce, y todavía me picaba la manera desdeñosa con que me había tratado un poco antes, aquella misma mañana.

-¿Es tanto el miedo que les tiene?

-¡No sabe lo que usté dice, niño! -repuso ferozmente-. ¡Cuando haigás pasado por el infierno que he pasao, y dormido tan tranquilamente como yo, con un cadáver de almohada, aprenderás a sujetar tu impertinente lengua cuando le hablás a un hombre!

Una mordaz respuesta estuvo a punto de salir de mis labios, pro al fijarme en el rostro de Marcos me quedé callado… tenía la expresión de algún animal salvaje acosado por los perros.


Notas

El río al que el autor se refiere es indudablemente el arroyo de las Cañas. Hudson, desde los quince años, acostumbrar llevar un libro de apuntes, y probablemente, al pasar por dicho arroyo creyó que el río se llamaba de las Canas y así lo anotó, dando lugar a que figurase en esta novela el mencionado incidente. N. del T

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