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HORACIO HERRERA Y SUS UNIVERSOS ÍCONO-GRÁFICOS - LA TRANQUILIDAD ENTRE LOS LATIGAZOS


H. G. V.


El lunes 5 de octubre quedó inaugurada una nueva muestra de Horacio Herrera (Uruguay, 1976) en la Sala Pedro Figari (Espacio Santos) del Ministerio de Relaciones Exteriores.

La exposición de estos Universos Ícono-Gráficos prosigue hasta el 15 de octubre y ha sido declarada de interés cultural por la I.M.M., además de contar con el apoyo el elMontevideano Laboratorio de Artes, Pocitos Libros y Estudio Parma, pudiendo ser visitada entre las 10:30 y las 16:30 hs.

Lo primero que constatamos es que a partir de 2006, cuando Herrera realizó su primera muestra personal en el Cabildo, cada nuevo espiralamiento de su investigación plástica -como el del Hotel Rivendel de Piriápolis y el Salón del Autor Nacional de AGADU con la serie De cuerpo y Alma (2007), a los que se sumaron, en 2013 y 2014, la participación en la muestra internacional ARTE PUNTA (Hotel Conrad) y la exposición Herrera-Dorssi en el Palacio Legislativo, además de compartir los eventos multimediáticos Belleza Uruguaya 4 (Fundación Unión) y LA BESTIA POP (Embajada de Venezuela, junto a obras de Guillermo Fernández, Lola Fernández y Álvaro Moure Clouzet)- nos enfrenta a replanteos tan sorpresivos y tajantes como los que vivíamos frente a las variantes discográficas de los Beatles o las impredecibles biopsias del tejido imaginativo de Manuel Espínola Gómez.

Esta vez nos encontramos frente a obras de gran formato presentadas en una especie de conato dialéctico no sólo a nivel de texturas (matéricas, digitales, mixtas) sino de estructuras conectadas con el filum áureo o torsionadas por contraposiciones que amenazan inquietantemente la supervivencia del equilibrio.

Pero hay otra escisión más impactante, todavía, y es una especie de guerra de galaxias que se plantea entre la personalísima paleta cantora de Herrera (de azules o dorados clarinantes, atornillamientos negros que exaltan el trasfondo de la inmaculación y las siempre exquisitas y tiernísimas variaciones de las gamas del rojo) y el acecho literalmente lacrimoso difuso de una angustia que no elude el feísmo caótico sino que lo denuncia.

Estamos frente a una tan complicada como imprescindible digestión de este siglo XXI que tantas veces nos hace acordar al latigueo satánicamente morboso que Jesús de Nazaret soportó con una invencible PAX-LUX interior.

Horacio Herrera es un confeso cristiano y su manierismo abstracto (que iconiza por momentos con humor pero en general con pena las desfiguraciones figurativas padecidas por la gratia giocondesca o los hombrecitos que el consumismo salvaje serializa como a macacos de tablet) se emparenta con la purificadora deflagración que Lorca supo parir inmerso en Yanquilandia.

Y podemos asegurarle al visitante, ya que aludimos a un mártir la Guerra Civil Española, que después de salir de la Sala Pedro Figari se sentirá energizado por el mismo soplo que exhala el graffiti que hace sobrevolar a Victoria Diez sobre nuestra emperrada decadencia tontovideana:

¡Ánimo, compañeros, que la vida puede más!


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