viernes

CONDE DE LAUTRÉAMONT - LOS CANTOS DE MALDOROR (15)

  
-Quiera el cielo que su nacimiento no se convierta en una calamidad para su país, que lo ha expulsado de su seno. Va de comarca en comarca, abominado por todos. Unos dicen que es víctima de una especie de locura de origen, desde la infancia. Otros creen saber que es una extremada e instintiva crueldad, que a él mismo lo avergüenza y por cuya causa sus padres murieron de dolor. Hay quienes pretenden que fue afrentado en su juventud con un apodo, que lo ha dejado inconsolable para el resto de su existencia, porque su dignidad herida veía en eso una prueba flagrante de la maldad de los hombres, que empieza en los primeros años y luego va aumentando progresivamente. Ese apodo era: el vampiro…
  
Oigo a lo lejos prolongados gritos del más punzante dolor.
  
-Esos mismos agregan que, tanto de día como de noche, sin tregua ni reposo, horribles pesadillas le hacen manar sangre de la boca y de las orejas, y que ciertos espectros se sientan a la cabecera de su cama para arrojarle al rostro, impulsados a su pesar por una fuerza desconocida, unas veces con voz dulce, otras con voz que recuerda el rugir de las batallas, con persistencia implacable, ese apodo siempre vivo, siempre borroso, que no desparecerá sino con el universo. Algunos han llegado a afirmar que el amor lo ha reducido a este estado, o que sus gritos atestiguan el arrepentimiento por algún crimen sepultado en la noche de su misterioso pasado. Pero la mayoría cree que un orgullo inconmensurable lo tortura, como otrora a Satán, y que querría equipararse a Dios…
  
Oigo a lo lejos prolongados gritos del más punzante dolor.
  
-Hijo mío, estas con confidencias excepcionales y me duele que tengas que oírlas a tu edad; espero que no imitarás nunca a ese hombre. Habla, ¡oh Eduardo mío!, y dime que no imitarás nunca a ese hombre.
  
-¡Oh, madre bienamada, a quien debo la luz!, te prometo, si la sagrada promesa de un niño tiene algún valor, no imitar nunca a ese hombre.
  
-Muy bien, hijo mío; es preciso obedecer a la madre en todo.
  
Ya no se oyen las lamentaciones.
  
-Mujer, ¿has concluido tu trabajo?
  
-Me faltan algunas puntadas en esta camisa aunque hayamos prolongado la velada hasta tan tarde.
  
-Yo tampoco he dado fin a un capítulo empezado. Aprovechemos los últimos destellos de la lámpara, pues ya no hay casi aceite, y acabemos cada uno nuestro trabajo…
  
El niño ha exclamado:
  
-¡Siempre que Dios nos deje vivir!


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