miércoles

LA TIERRA PURPÚREA (25) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


VI / TOLOSA (3)

-¡Déjenme, nomás! -repuso el capitán, carraspeando-. Yo… yo se lo diré. No tiene p… pa qué meterse Lamb, caballeros. Pe… no fueron ustedes los que tu… tuvieron la culpa recibiéndolo. ¿No… no les dije yo? Es de ustedes la culpa, po… porque no… no era posible que él se juntase con nosotros. Ustedes dirán, ¿di… dije o no dije, que era un entremetido? ¿Por qué di… diablo, entonces, no me deja en paz? ¡Van a ver ahora lo que voy a hacer con Lamb! ¡Le voy a dar un buen puñetazo en la nariz!

Y aquí aquel valeroso caballero trató de levantarse del suelo, pero las piernas no le ayudaron y cayendo de espaldas y dando de cabeza contra la pared, sólo pudo mirarme furiosamente con sus llorosos ojos.

Me dirigí hacia él, con la intención, supongo, de darle a él un puñetazo en la nariz, pero cambiando súbitamente de intento, tomé mi recado y otras pilchas y salí de la pieza maldiciendo de todo corazón al capitán Cloudesley Wriothesley, el cabecilla sobrio o borracho, de la colonia de caballeros ingleses. Apenas hube salido afuera, expresaron su placer de verse libres de mí, prorrumpiendo en fuertes vivas, dando palmadas y disparando sus revólveres al techo.

Tendí mi poncho en el suelo a todo raso y me quedé dormido mientras soliloquiaba: “Y así termina -dije, contemplando con soñolientos ojos la constelación de Orión- la segunda o vigésima aventura, poco importa el número exacto, puesto que todos acaban en humo -humo de revólver- o puñaladas y el sacudir del polvo de mis pies. Y quizá en este mismo momento, Paquita, despertada del ligero sueño por el cadencioso canto del sereno bajo su ventana, extiende sus brazos para tocarme y suspira al encontrar mi lugar siempre vacío. ¿Qué deberé hacerle? Que es preciso cambiar mi nombre y llamarme Hernández o Fernández, Blas o Chas, o Sandariaga, Gorostiaga, Madariaga o algún otro aga y aun conspirar para echar abajo la disposición actual de las cosas. No me queda otro recurso, puesto que este mundo oriental es como una ostra que sólo se logrará abrir con un sable. En cuanto a pertrechos de guerra, ejército e instrucción militar, todo eso es innecesario. Basta con reunir a unos cuantos hombres descontentos y harapientos. Montándolos todos a caballo, cargar a trochemoche el viejo tarro de lata del pobre señor Chillingworth. Poco me falta esta noche para estar como aquel caballero, ¡pronto a llorar! No obstante, mi situación no es tan desesperada como la de él; yo no tengo a ningún británico embrutecido, de nariz amoratada, sentado como una pesadilla sobre mi pecho, estrujándome la vida.

Los gritos y cantos de los demoledores fueron poco a poco poniéndose más y más indistintos, y casi habían cesado cuando me quedé dormido, arrullado por una voz de borracho que gangueba lúgubre y desafinadamente:

No vamos a entrar ... Gome hasta morring.

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