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TRES FRAGMENTOS DE JUNGLAS - MARYSE RENAUD


Maryse Renaud (Martinica / Antillas francesas / 1947) fue catedrática de literatura hispanoamericana en la Universidad de Poitiers y responsable del Seminario de Literatura Latinoamericana del C.R.L.A. (Centre de Recherches Latino-Américaines). Es corresponsal de elMontevideano Laboratorio de Artes y a partir de 2007 ha publicado un cuentario y dos novelas en Ediciones Corregidor de Buenos Aires. Ofrecemos, con autorización exclusiva de la Editorial Verbum de Madrid, tres fragmentos de su tercera novela, Junglas (2014).


I

Era viernes. Como los días anteriores se disponía, nervioso, a salir del parque de bomberos con el pretexto de la «muy higiénica obligación de hacer un poco de ejercicio». Al cruzar la plantabaja capturó su atención la insólita viveza de una discusión entre el señor Bravo, Orlando y los dos muchachos ecuatorianos. Hablaban alternando el inglés con el español. La palabra scarlett saltaba constantemente al primer plano. Cyril se acercó a la gran mesa de teca. Le hicieron inmediatamente un sitio. Le propusieron una gran variedad de sodas y galletas de sal recién sacadas de su envase metálico, crujientes y ligeras, de las que Orlando dijo maravillas con su habitual entusiasmo.

Aguzó el oído. Descartó toda posibilidad de que estuvieran conversando de literatura. De cine debía de tratarse, de los encantos de la pulposa Johansson que iba triunfando en todas las pantallas y a ningún hombre podía dejar indiferente. O de la gracia picante y maliciosa de la Vivian Leigh en «Lo que el viento se llevó». Cyril no tardó en percatarse de su equivocación. 

Los dos ecuatorianos, pendientes de los labios del Administrador,  lo miraban de hito en hito con el mentón levemente levantado. Como quien escucha embrujado, medio anestesiado, un cuento oriental de mil y un arabescos. El señor Bravo pasaba con fluidez del inglés al español cada vez que notaba que se crispaban sus caras,  que se les escapaba visiblemente el sentido de una palabra. Los dos jóvenes meneaban la cabeza, impresionados por el singular destino de la señorita Scarlett. Jamás en su tierra una mujer se hubiera atrevido a plantarle cara así a la familia, a afirmar su voluntad  de modo tan rotundo y obstinado. También les costaba creer que el parque de bomberos pudiese pertenecerle, que fuera ella quien había decidido confiar su administración al señor Bravo, un extranjero. Un argentino del noroeste, lo mismo que su esposo, menos mal.

La señorita Scarlett procedía de una adinerada familia de peleteros neoyorquinos de origen judío. Pero era fea, según las pautas excluyentes de las mujeres de su tribu. Había interiorizado desde muy joven este poco caritativo juicio, que no parecía afectarla demasiado. Sabía que podía contar con el cariño irrestricto de su padre, a quien había salido,  y que le enseñó desde niña la relatividad de muchas cosas. Incluso de la belleza, cuya esencia nunca había conseguido definir nadie, por mucho que algunos sabihondos esgrimieran desde su superioridad los insuperables  criterios de los griegos.  Los cuales habían variado notablemente con el tiempo, como fingían ignorarlo, parapetados tras sus inmutables certezas. Algún día -solía decirle a su hija este hombre sonriente y generoso- estarían de moda su boca grande, su piel pálida, sus pecas doradas y su pelo liso. Lacio, precisaba no sin cierta perfidia la señora de Salomon al contemplar a su hija lidiando en vano, frente a la luna del armario veneciano, por controlar sus indómitos mechones. Algún día, continuaba imperturbable el padre, se cansaría la gente de las carnes opulentas de las beldades mediterráneas, orientales y mestizas. ¡Cambio de paradigma ! Demasiada curva mata la curva y hasta las más sensuales odaliscas, hija mía… Y a los dos se les escapaban a veces guiños cómplices a espaldas de las mujeres de la familia, hermosos ejemplares de belleza judía, algo pasadas de peso.


II

19. Pluma de colibrí

Desde el parque de bomberos
Upper East Side
Agosto de 2010

Arlet, por supuesto, nunca había visto a un español. Sabía de oídas que los franceses rubios que se habían instalado en su isla estaban dispuestos a borrar para siempre la muy efímera huella de esos otros conquistadores velludos y oscuros que pretendían adueñarse del mundo entero. Descubrir no significaba necesariamente poseer. Ahora  Martinica sería sólo de ellos, de esa horda ávida de normandos traída por de Esnambuc y Duparquet. En ella cultivarían desenfrenadamente, en beneficio propio, el tabaco sagrado de anchas hojas verdes cuyos efluvios embriagadores proyectaban comercializar.

Apenas si se había acercado a cinco o seis representantes de ese nuevo y maléfico poder blanco del que sus padres intentaban preservarlo desesperadamente. Era hijo de cacique, pero por ser muy joven no tenía derecho a participar en los conciliábulos de los guerreros y los ancianos en el Bohío grande. Asistía impotente a la lenta destrucción de los caribes. Pese a su feroz resistencia, el invasor iba ganando terreno. Su gente lo había probado todo: las guerrillas incesantes en la costa, que como picaduras de mosquito exasperaban la paciencia europea; los repliegues tácticos en lo más hondo de la selva, las emboscadas en los desfiladeros, los pactos de paz que siempre terminaban violados; el veneno que corría por los arroyos y mataba a perros y caballos; y hasta los suicidios colectivos desde los altos cantiles del norte que  privarían definitivamente al blanco de mano de obra esclava.

Por todas partes yacían cadáveres de animales y de hombres despanzurrados, hediondos, largando sus entrañas agusanadas.

Arlet se estremecía al oír sonar lúgubremente las caracolas en la noche apelmazada. Los hachones de ocote echaban un humo triste. La guerra era en adelante la única perspectiva que les quedaba a los caribes. La guerra sin cuartel o el exilio. Arlet, abatido, hasta había pensado fugazmente en su propia extinción. Una muerte discreta, al lado de Van, su amada. No podía soportar la idea de que algún día ella cayera en manos de los blancos lascivos o que saliera malherida en una emboscada. Ni que los perros rojizos del amo normando se cebaran en su carne delicada tras una despiadada persecución. Una muerte de manos fervorosamente enlazadas, de rostros y labios apaciguados, en medio de las lomas del sur o al fondo de alguna segura cueva marina, esto había visto él en sueños el día anterior durante su siesta al pie del papayo cimarrón.

Pronto había vencido, sin embargo, este acceso de desesperación. No se abandonaría tampoco a la melancolía de su raza. Contempló la cara lánguida de Van, su cintura menuda ceñida de una doble hilera de conchitas tornasoladas, sus pantorrillas salientes fajadas con apretadas tiras de algodón, sus suaves muslos escurridizos como el pez. No podía atentarse contra la vida de semejante beldad. Alek experimentaba por Van un sentimiento que no conseguía definir. En su idioma sonaban comúnmente palabras como acción, fornicación, reproducción, obediencia, sumisión. Ninguna le parecía corresponder a esta fuerza generosa y tierna que precipitaba su respiración y lo dejaba sin aliento al verla bajar por la calle principal del pueblo, contoneándose levemente en medio del tintineo de las conchitas. 


III

-Pero ¿a qué habrán asistido exactamente allá, Bastien ? Déjame que vea de nuevo -y sin más ni más tironeó de la página y se la quitó.

-Para mí, Cyril, que a algo determinante. Algo que terminaron por confesarles a trompicones a René y Vincent. A su manera. De modo evasivo, claro, con muchos rodeos, sin querer casi. Porque son tremendos nuestros amigos, no sueltan la presa fácilmente. Te apuran y te apuran y te apuran... Y hacen brotar el agua de las mismas arenas del Sáhara. Yo me apostaría a que fueron Brian y Richard los testigos involuntarios del acto de rebeldía de Smith. O de insubordinación, como dicen los militares en su jerga, o llámese como se quiera.

-Entonces también vieron a la chiquilla vietnamita  a quien él perdonó la vida...

-De alguna manera, sí, aunque de modo confuso. ¿Acaso no me has dicho tú que en las Antillas la noche cae temprano, de golpe, como una gran tapa de plomo ? Supongo que pasará lo mismo allá en el Vietnam. La habrán vislumbrado entonces entre la semipenumbra de un fin de tarde tropical, el calor tórrido, los mosquitos, las órdenes tajantes de los oficiales, en medio de toda esa locura bélica. ¡Imagínate, hombre! La negativa instintiva a incendiar el pueblo, el lanzallamas desviado de su trayectoria, apuntando al cielo, hacia la copa de los árboles, pulverizando en vez de la carne humana el follaje de los framboyanes; luego el cuerpo de Smith empujado de mala manera, pisoteado por sus propios compañeros enfurecidos, drogados, sin duda alguna, como en otras tantas ocasiones, y violentamente proyectado hacia adelante.

Y la caída espectacular en el barro, con ese penetrante olor a excremento, la desaparición de su amigo, todo esto, Cyril, lo presenciaron y requetepresenciaron. Nosotros no estamos inventando nada. Ahí está todo. ¿Acaso no transcriben Vincent y René las mismas palabras de Richard y Brian ? Smith  se esfumó  literalmente, esto han escrito.

-Que se «volatilizó », han dicho -puntualizó Cyril quisquilloso-. Un corpachón negro fundiéndose en la negrura.

-Y mientras tanto, ¿qué se vieron obligados a hacer ellos, hostigados por los jefes ? Nada menos que seguir arrasando con los malditos lanzallamas las chozas de los vietnamitas. ¡Y, créeme, de esto jamás se van a olvidar! ¡Tanto inútil encarnizamiento, con armas de terrible eficacia, para terminar quedando en ridículo frente a los hombrecitos amarillos. Por algo dicen René y Vincent que dan a ratos la impresión de tener pájaros en la cabeza.  Mira que no es para menos.

Cyril estaba caviloso. Sujetaba nerviosamente entre las manos el último fajo de hojas. Qué esperaba exactamente René de él, si en sus apuntes hasta ahora no había encontrado ni sombra de sentimiento. Ni de estas intimidades que supuestamente él debía ayudar a analizar y formular.  Se puso a contemplar  con expresión dubitativa las notas esparcidas encima de su cama, procurando anticiparse intuitivamente a las eventuales revelaciones y los comentarios de sus dos amigos.

-Una cosa es la leyenda de Smith que Richard y Brian contribuyeron a su manera a alimentar, o dejaron crecer, ¿no te parece, Bastien?, y muy otra lo que ellos vivieron concretamente. Con que el amigo Smith se desvaneció o volatilizó o esfumó, qué más da finalmente. ¡Hecho de golpe puro fantasma ! Muy bien. En esto hemos quedado. ¡Imagine quien pueda! Y por lo visto, a nadie más que a Vincent y René les confesaron Brian y Richard lo de la niña: en primera fila, frente al rugido espantoso del lanzallamas, ofreciéndole a Smith su cara lívida. ¡A dos extranjeros, dos franceses, contarles esto!, te das cuenta. Parece mentira, ¿no ? Nada de explayarse, en cambio, con los investigadores de su propia tierra, esos historiadores oficiales que vienen a hurgar en la herida y lo tergiversan todo. No soltaron prenda. Que los veteranos del Vietnam no comadrean como viejas. Total, ¿para qué ahora ? Si esto es historia antigua de la que se desentiende la gente. Y mira, Bastien, los comprendo y los apruebo. Para mí, que entre Smith y sus amigotes debe de existir una suerte de acuerdo, ¿no te parece ? Un pacto de silencio, o algo por el estilo. A callarnos todos, hermanos, para evitar  posibles líos con la justicia, quién sabe, feos rumores de deserción, nuevas incomprensiones. En boca cerrada... A callarnos para olvidarnos también, quizás, de la propia monstruosidad, de la aceptación de lo inaceptable. 

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