sábado

NICOLÁS MAQUIAVELO - EL PRÍNCIPE (12)


CAPITULO VII

De los principados nuevos que se adquieren con las fuerzas ajenas y la fortuna (1)

Lo que de particulares que ellos eran, fueron elevados al principado por la sola fortuna, llegan a él sin mucho trabajo, pero tienen uno sumo para la conservación suya. No hallan dificultades en el camino para llegar a él, porque son elevados como en alas; pero cuando le han conseguido se les presentan entonces todas las especies de obstáculos.

Estos príncipes no pudieron adquirir su Estado más que de uno u otro de estos dos modos: o comprándolo o haciéndolo dar por favor; como sucedió, por una parte, a muchos en la Grecia para las ciudades de la lona y Helesponto, en que Darío hizo varios príncipes que debían tenerlas por su propia gloria, como también por su propia seguridad; y por otra, entre los romanos, a aquellos particulares que se hacían elevar al imperio por medio de la corrupción de los soldados. Semejantes príncipes no tienen más fundamentos que la voluntad o fortuna de los hombres que los exaltaron; pues bien, ambas cosas son muy variables, y totalmente destituidas de estabilidad. Fuera de esto, ellos no saben ni pueden saber mantenerse en esta elevación. No lo saben, porque a no ser un hombre de ingenio y superior talento, no es verosímil que después de haber vivido en una condición privada se sepa reinar. No lo pueden, a causa de que no tienen tropa ninguna con cuyo apego y fidelidad pueden contar.

Por otra parte, los Estados que se forman repentinamente son como todas aquellas producciones de la naturaleza que nacen con prontitud; no puede ellos tener raíces ni las adherencias que les son necesarias para consolidarse. Los arruinará el primer choque de la adversidad, si, como lo he dicho, los que se han hecho príncipes de repente, no son de un vigor bastante grande para estar dispuestos inmediatamente a conservar lo que la fortuna acaba de entregar en sus manos, ni se han proporcionado los mismos fundamentos que los demás príncipes se habían formado antes de serlo.

Para uno y otro de estos dos modos de llegar al principado es, a saber, con el valor o fortuna, quiero exponer dos ejemplos que la historia de nuestros tiempos nos presenta: son los de Francisco Sforza y de César Borgia.

Francisco, de simple particular que él era, llegó a ser duque de Milán por medio de un gran valor y de los recursos que su ingenio podía suministrarle.

Por lo mismo conservó sin mucho trabajo lo que él no había adquirido más que con sumos afanes. Por otra parte, César Borgia, llamado vulgarmente el duque de Valentinois, que no adquirió sus Estados más que por la fortuna de su padre, los perdió luego que ella le hubo faltado, aunque hizo uso, entonces, de todos los medios imaginables para retenerlos, y practicó, para consolidarse en los principados que las armas y fortuna ajenas le habían adquirido, cuanto podía practicar un hombre prudente y valeroso.

He dicho que el que no preparó los fundamentos de su soberanía antes de ser príncipe, podría hacerlo después si él tenía un talento superior, aunque estos fundamentos no pueden formarse entonces más que con muchos disgustos para el arquitecto y con muchos peligros para el edificio. Si se consideran, pues, los progresos del duque de Valentinois, se verá que él había preparado poderosos fundamentos para su futura dominación; y no tengo por inútil el darlos a conocer, porque no me es posible dar lecciones más útiles a un príncipe nuevo, que las acciones de este. Si sus instituciones no le sirvieron de nada, no fue falta suya, sino la de una extremada y muy extraordinaria malignidad de la fortuna.

Alejandro VI quería elevar a su hijo el duque a una gran dominación, y veía para ello fuertes dificultades en lo presente y futuro. Primeramente, no sabía cómo hacerle señor de un Estado que no perteneciera a la Iglesia; y cuando volvía sus miras hacia un Estado de la Iglesia para quitársele en favor de su hijo, preveía que el duque de Milán y los venecianos no consentirían en ello. Faenza y Rímini, que él quería cederle desde luego, estaban ya bajo la protección de los venecianos. Veía, además, que los ejércitos de la Italia, y sobre todo aquellos de los que él hubiera podido valerse, estaban en poder de los que podían temer el engrandecimiento del Papa; y no podía fiarse de estos ejércitos, porque todos ellos estaban mandados por los Ursinos, Colonnas, o allegados suyos. Era menester, pues, que se turbara este orden de cosas, que se introdujera el desorden en los Estados de Italia, a fin de que le fuera posible apoderarse, seguramente, de una parte de ellos. Esto le fue posible a causa de que él se hallaba en aquella coyuntura en que, movidos de razones particulares, los venecianos se habían resuelto a hacer que los franceses volvieran otra vez a Italia. No solamente no se opuso a ello, sino que aun facilitó esta maniobra, mostrándole favorable a Luis XII con la sentencia de la disolución de su matrimonio con Juana de Francia. Este monarca vino, pues, a Italia con ayuda de los venecianos y el consentimiento de Alejandro. No bien hubo estado en Milán, cuando el Papa obtuvo algunas tropas para la empresa que había meditado sobre la Romaña; y le fue cedida esta a causa de la reputación del rey.

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