QUINCUAGESIMOCUARTA ENTREGA
TERCERA PARTE
I (7)
Tal vez había sobornado al guía para que le hiciera pasar de nuevo la frontera. Podía creerlo todo de aquel hombre.
-No debe usted decir esas cosas, Padre.
Miss Lehr se perdió de vista tan silenciosamente como un sueño.
-¿No?
-He venido. Padre -el hombre pareció tomar aliento para su manifestación altisonante y
Sorprendente-, para una obra de misericordia.
El guía, después de terminar con una mula empezó con la otra, acortándole los ya cortos estribos mejicanos. El cura contuvo una sonrisa nerviosa.
-¡Una obra de misericordia!
-Claro, Padre, usted es el único cura del lado de acá de Las Casas, y el hombre se está muriendo...
-¿Qué hombre?
-El yanqui.
-¿De qué me habla usted?
-Es uno que busca la policía. Robó en un Banco. Ya sabe usted quién digo.
-Ese no me necesita -replicó el cura, impaciente, recordando la fotografía que en la pared descascarillada observaba la fiesta de primera comunión.
-Oh, es un buen católico. Padre. -Se rascaba los sobacos sin mirar hacia él-. Está muñéndose, y ni usted ni yo quisiéramos tener en la conciencia lo que ese hombre...
-Seríamos dichosos si no tuviéramos cosas peores.
-¿Qué quiere usted decir, Padre?
-Tan sólo ha matado y robado. No ha traicionado a sus amigos.
-¡Santa Madre de Dios! Yo jamás he...
-Nosotros dos lo hemos hecho -afirmó el cura, y volviéndose al guía le preguntó-: ¿Están listas las muías?
-Sí, Padre.
-Entonces partiremos.
Se había olvidado de miss Lehr por completo; el otro mundo acababa de alargar una mano a través de la frontera, y él hallábase de nuevo en una atmósfera de fuga.
-¿Adónde va usted? -inquirió el mestizo.
-A Las Casas.
Trepó sobre su mula con obstinación. El mestizo se agarró a la correa del estribo y él se acordó de su primer encuentro: era la misma mezcla de queja, súplica y abuso.
-¿Qué clase de cura es usted? -gimoteaba-. Su obispo debiera enterarse de esto. Un hombre se está muriendo, quiere confesarse, y sólo porque usted desea estar en la ciudad...
-¿Por qué me cree usted tan idiota? -replicó él-. Ya sé para qué ha venido usted. Es usted el único de los suyos que puede reconocerme, y ellos no me pueden seguir en este Estado. Y si le pregunto a usted dónde está ese yanqui, me dirá usted (lo sé: no necesita decir nada) que precisamente está en el lado de allá.
-Oh, no. Padre; en eso se equivoca usted. Precisamente se halla en el lado de acá.
-Una milla o dos no importan. Aquí no hay nadie adecuado para presentar una demanda...
-Es espantoso, Padre -se lamentó el mestizo-; nunca lo hubiera creído. Tan sólo porque una vez... bueno, lo admito...
El cura espoleó la mula con los pies; salieron del corral de miss Lehr y se dirigieron al Sur. El mestizo trotaba junto al estribo.
-Me acuerdo de que dijo usted que jamás olvidaría mi cara
-Y no la he olvidado -adujo el hombre triunfante-, si no, no estaría yo aquí, ¿no es cierto? Escúcheme, Padre. Mucho he de confesar. No sabe usted lo que tienta una recompensa a un pobre como yo. Y cuando usted no se quiso fiar de mí, pensé: puesto que él se figura esto, lo denunciaré. Pero soy un buen católico, Padre; y cuando un moribundo necesita un cura...
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